Columna


Nuestro Charlie Hebdo

ÓSCAR COLLAZOS

17 de enero de 2015 12:00 AM

El 13 de agosto de 1999 fue asesinado en Bogotá el humorista Jaime Garzón. No había cumplido 39 años. No fue asesinado por pertenecer a un partido político sino por reírse y habernos hecho reír con sus parodias de políticos, criminales, clérigos, militares y todo aquello que tuviera que ver con el poder.

A Jaime le cabía en la cabeza la agenda política del país y le sobraba espacio para la farándula. Gracias a su éxito, él mismo parecía un personaje de farándula. Reunía en su casa a grandes personalidades de la vida pública y parecía ser así el hombre más sociable e inofensivo del mundo. El más sociable, sí. El más inofensivo, no sé: Garzón estaba jugando con el material explosivo de la intolerancia nacional.

No olvidemos el contexto histórico en que aparece, entre el empoderamiento de las guerrillas y la irresistible ascensión del paramilitarismo, entre el imperio de sangre de Pablo Escobar y las cenizas del Proceso 8000, hasta la efímera ilusión de paz del Caguán. El zoológico nacional daba para todo, pero, sobre todo, para el periodismo humorístico. Nunca antes se había mentido y matado tanto en Colombia como entonces.

Jefes guerrilleros, cabecillas paramilitares, militares de alta graduación, ministros, congresistas, presidentes y expresidentes fueron objeto de sus burlas. Uno creía que el país había aprendido a digerir este batido de inteligencia y sarcasmo, pero detrás del éxito de sus programas de televisión se cocinaba el disgusto de los ofendidos por esta libérrima manera de hacer periodismo.

Jaime se reía de todo y nos reíamos de lo que Jaime hacía. Había llevado la sátira a un extremo peligroso en un país donde las libertades de información y opinión se estaban viendo estranguladas por el constante asesinato de periodistas. El extremo no era otro que el de no dejar títere con cabeza en un país donde lo primero que defienden los títeres del poder es su cabeza.

Jaime Garzón se metió muchas veces con la Iglesia, pero nunca con la religión. A lo mejor, era un anarquista con fe religiosa. Lo pensaba en estos días: Garzón se cuidó de no convertir la sátira en ofensa. Quienes se sintieron ofendidos, se ofendieron con el retrato sobredimensionado de sí mismos.

El asesinato de Garzón fue, 15 años atrás, nuestro Charlie Hebdo. Jaime no fue víctima del fundamentalismo islámico sino del criollísimo fundamentalismo colombiano.

En una sola víctima se mató una corriente humorística que no reapareció en el país.

¿Cuáles eran los límites que Jaime Garzón rebasaba? Ninguno. Esa libertad, por irritante que fuese, está en nuestra Constitución. Los límites de toda libertad son imprecisos. Los pone quien la ejerce. Y su deber no es recortarla sino darle la mayor amplitud posible.

*Escritor

collazos_oscar@yahoo.es

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