El Espectador del pasado jueves publicó una nota en la que Katherine Wilches, mujer de Rafael Narváez y madre de sus cuatro hijos, explica que su marido sí participó en el descuartizamiento de un caballo en las corralejas de Buenavista (Sucre) pero que lo hizo para llevarle comida a su familia. Por lo visto, es una práctica frecuente. Y es normal que la carne de estos animales sea muy apetecida por los vendedores de chuzos. La mujer dice que la carne de caballo sabe a conejo.
No es la carne de caballo la que impresiona. Es un producto más del mercado alimenticio universal, como el conejo o el cordero lechal. Lo que impresiona es la exhibición como parte final de un espectáculo al que asisten adultos y niños. He comido buena carne de caballo, de carnicerías especializadas de Colombia, Francia, Rusia y España. Es un producto carnívoro más. No es esto lo que está en discusión.
Lo que no es frecuente es el espectáculo de la muerte y descuartizamiento, grabado y subido a las redes sociales. La mujer defiende a su pareja y dice que el caballo ya estaba muerto cuando lo empezaron a trocear. Narváez, de 28 años, está desempleado. Si hubiese falta, este sería un atenuante, algo parecido aunque no igual a lo que se llamó hurto famélico.
Lo que los habitantes de estos pueblos y asistentes a las corralejas encuentran normal ha conmovido a medio país. No porque no se piense que la carne de toros y caballos no va a ser vendida y comida sino por el espectáculo que se da rematando al toro en linchamiento de puñales o desmembrando al caballo mortalmente herido por cornadas del toro.
Viví años de mi adolescencia en Buenaventura, en una casa cercana al matadero municipal. Una de las experiencias más conmovedoras la tuve al ver en la madrugada el trabajo de hombres y mujeres que se ganaban la vida arrancándole al ganado sacrificado sus últimas hilachas de carne, hasta dejar el cuero casi limpio.
Se disputaban estas piltrafas, que salían a vender en el vecindario. Había días en los que las disputas acababan a machete y cuchillo. Se mataban por las piltrafas. Gran parte de estos trabajadores eran afrodescendientes llegados de todas partes del litoral Pacífico a ocupar esteros y zonas de bajamar. En este sentido, Buenaventura no cambió; se ha vuelto peor.
Cuento esta historia porque, por desgracia, somos un país donde abundan los oficios del hambre. Pienso en ese hombre de Buenavista, en los cuatro hijos que comieron durante varios días la carne de caballo que les llevó el padre. ¿Cómo hacerle un juicio moral a este hombre? ¿Cómo pedirle que la próxima vez sea discreto y no lo haga en público, si un minuto de espera sería aprovechado por otros? ¿No somos acaso un país en el que, a menudo, la moral empieza en el estómago?
collazos_oscar@yahoo.es
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