Columna


Otros perfiles de Dios

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

01 de agosto de 2018 12:00 AM

Suponte que Dios sí existe pero que no sabe que nos ha creado: es entonces como un dibujante que dejó hecho un boceto y que ignora que sus dibujos se mueven. Ahora supón que Dios creó todo conscientemente, pero piensa que después de hacer su último mosquito algún soplo borró su memoria y ahora anda entre nosotros viendo televisión o montándose en el bus de las seis para volver del trabajo.

Tal vez Dios es una forma de llamar a cierto escritor cualquiera que empieza a dar vida a sus personajes con libros que no se venden. Él o Ella pueden ser ese misterioso receptor al que van dirigidos los besos de las actrices cuando las cámaras las enfocan en un primer plano. Dios es el director de una película de bajo presupuesto que borró su nombre de los créditos porque quedó insatisfecho con los resultados. Y por qué no, también pudo ser una madre que murió en la sala de partos, una paloma blanca que empolló sus últimos huevos antes de ser tiroteada por los astros disparados desde una honda profana.

Nosotros, los bocetos, hemos caído al mundo para mandar hojas de vida toda la vida, para correr tras los salarios toda la vida, y en esa carrera el sudor de nuestra frente no nos llena la mesa con pan. Es como si después de destruir Sodoma, Dios se hubiera visto con repugnancia y culpa en el espejo para convertirse en una estatua de sal.

Probablemente fue ese el modo en que bajó a la Tierra y lo perdió todo. Quizás por eso, sin demasiado esfuerzo, cualquier lugar en la casa parece un reino olvidado o un altar en ruinas: el lavamanos con su espejo para mártires y sus tubos raquíticos de crema dental, la cocina con sus ollitas de peltre para hervir el agua y sus restos de sopas bautizadas por mamá.

Si tan solo Dios no condujera un taxi, ni despachara en tiendas, ni hiciera mandados. Si tampoco compusiera versos que ninguna revista publicara y ganara –Él solo– veinte concursos literarios. Si de vez en cuando no se tomara un trago con sus amigos en las plazas, ni llorara melancólico después de las parrandas, ni extendiera su mano sobre la hoja en blanco en un intento desesperado y vano de llenarla de sueños o de pájaros, a lo mejor podría salvarnos.

Pero qué va a poder hacer el pobre tipo, si pasa rebuscándose algún peso en los semáforos. Ya no se acuerda que tenía los bolsillos rotos cuando se dispuso a guardar en ellos su manojo de milagros. Si truena no piensa en la ira de los cielos sino en las goteras del cuarto. Qué lejos está el Edén de los mangos maduros que golpean el techo y las flores silvestres del patio. Viejo, triste, moreno, con el ojo reventado, Dios bendice la primera maraña que se gana vendiendo yuca en el mercado.

“Ya no se acuerda que tenía los bolsillos rotos cuando se dispuso a guardar en ellos su manojo de milagros. Si truena no piensa en la ira de los cielos sino en las goteras del cuarto”.

*Escritor

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