Columna


País de agüeros

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

09 de diciembre de 2015 12:00 AM

Si alguien me dijera que en Colombia reina la superstición yo no sería capaz de refutarlo. El nuestro es un país de brujos y de fieles creyentes en lo sobrenatural. Por eso no es extraño que varios de nuestros presidentes durante sus ceremonias de posesión hayan acudido a un chamán para espantar las lluvias y no al parte meteorológico.

Los colombianos somos metódicos en cuerpo pero esotéricos de corazón. Nos encanta hablar como científicos al tiempo que conservamos un viejo dólar en la billetera para atraer la prosperidad. Esa es la razón por la cual muchas veces nuestra cultura tiende más a la magia que a la elaboración teórica; ello no significa que seamos incapaces de construir un conocimiento seguro y bien argumentado, por el contrario, poseemos una epistemología que consiste en la imaginación, y no hay nada más sólido que el provecho que le saca uno a la facultad de crear y al hábito de creer.

En este país hemos inventado agüeros que no son más que alegorías, formas metamorfoseadas de la esperanza. Nos resulta imposible querer plantearnos nuestros sueños desde la racionalidad. Somos los transeúntes de un régimen de la imaginación que desdeña la lógica y enaltece la fantasía. ¿Para qué buscar trabajo mandando hojas de vida hacia distintos establecimientos si puedo meter tres hojas de laurel en mi zapato izquierdo? ¿Para qué trazar un plan de ahorros sobre la tapa de la nevera si puedo ponerme un interior amarillo la víspera de año nuevo?

Habrá quienes contabilicen y distribuyan con moderación todos los alimentos de la casa, pero conozco personas que todavía guardan un plato de lentejas debajo de sus camas para que nunca falte la comida. Incluso tengo un conocido que los 31 de diciembre vacía todas sus cuentas bancarias para poner su plata sobre el colchón y acostarse en ella hasta que amanezca. Luego, cuando los bancos abren, vuelve a llenar sus cuentas. Y ese es su secreto para conservar la plata.

Podría decirse que hasta los malos agüeros tienen su utilidad: nos sirven para transformar en un lenguaje simbólico las oscuras realidades de un país que peca, en exceso, por su explicitud. Aquí no hablamos de la crisis generada por la pérdida de la identidad, aquí rompemos espejos. No hablamos de la muerte ni de la enfermedad, sino de mariposas negras. Y cuando nos parece inconcebible aceptar nuestros impulsos decimos que el diablo empuja la mano.

A lo mejor la paz en Colombia sea una cuestión que deba tratarse más desde el ámbito de lo asombroso que desde el intelectual. Tampoco estaría mal que el próximo presidente de la nación fuera un poeta.

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