El escritor Carlos Colón Calado tenía 35 años de no pasarse una temporada larga en Cartagena. Tal vez por eso le resultó perjudicial el salir bruscamente del avión a encontrarse con el infernal calor que fustigaba su ciudad en ese momento.
Desde entonces, y hasta el último día de su visita, se sintió obligado a hablar poco, pues no soportaba el dolor en la garganta, ni quería tomar medicinas por no estropear los ratos de whisky y cervezas con los amigos que tenía varios meses de no ver.
Una de tantas noches calurosas caminaba con su inseparable novia (una mulata de ojos inteligentes y conversación brillante) por la Plaza de los Coches, cuando se le acercó un muchacho, quien hubiese podido ser uno de sus nietos:
--Ajá, gringo -le dijo en voz baja--. ¿Qué te traigo? ¿chicas?, ¿chicos?, ¿coca?, ¿marihuana? ¿Qué quieres?
Ni Colón ni la mulata respondieron. Más bien se pusieron de acuerdo para sentarse en algún establecimiento donde escuchar salsa o boleros con un par de cervezas de fondo.
No bien habían atravesado la plaza, cuando escucharon el comentario de un grupo de meretrices que aguardaba clientes en una banca de madera y concreto: “Ah vaina, se nos adelantó la negra. Se llevó al italiano”.
Hace más de 40 años se radicó en Bogotá. Compromisos laborales y familiares le dejaban poco espacio para estar largas temporadas en Cartagena. Ahora no pierde la oportunidad de regresar a las noches del Corralito, buscando los escenarios de sus próximas narraciones, aunque también lamenta la desaparición de aquella ciudad donde fue niñito callejero y estudiante de mil batallas.
Aquella Cartagena era un poblacho marino donde todos se conocían y la solidaridad carecía de las prevenciones e intereses de los nuevos tiempos. Se hablaba de turismo, porque al fin y al cabo el cordón amurallado y los cuerpos de agua constituían una estampa casi que única en el Caribe colombiano.
Pero el turista era un elemento más del paisaje y no el semidiós publicitado sobre el prestigio internacional que se ganó la ciudad de finales de siglo. Eso le quedó claro cuando en la Plaza de los Coches lo confundieron con un extranjero y le desplegaron un menú del desenfreno sin tapujos.
En algunos de sus relatos describe las casonas del barrio Manga, los árboles agitados por las brisas de la bahía y las mariamulatas colonizando los almendros bajo cuyas sombras reposaban los vendedores de pescado y las palenqueras que rompían el silencio con sus pregones.
Ahora, eso ocurre solo en sus novelas. Las páginas de la realidad tienen más edificios que almendros y palmeras; más contaminación que pájaros entre la canícula; y más carros que vendedores a grito suelto.
Por eso prefiere quedarse en el Centro Histórico. Allí, por lo menos, uno que otro fantasma le ayuda a no olvidar ciertos pasajes dignos de sus escritos.
Comentarios ()