Columna


Pasado en presente

CARMELO DUEÑAS CASTELL

23 de mayo de 2018 12:00 AM

El espectáculo, acaecido hace casi 2100 años, hubiera sido digno de Shakespeare: Catilina, poderoso guerrero romano, había gobernado África y a su regreso se propuso para ser elegido cónsul, con estruendoso fracaso.

Como buen político persistió en su intento y se lanzó nuevamente al cargo, pero, para garantizar su triunfo, intentó comprar a muchos de sus posibles electores. Para evitar tal desafuero Cicerón, miembro del partido oligárquico, presentó una ley antisobornos. Con ello a Catilina, miembro del partido popular, no le quedó más remedio que confabularse con algunos copartidarios (otrora ricos venidos a menos, deseosos de recuperar poder y riquezas de antaño) para matar a miembros del senado, incluido Cicerón, el mismo día de las elecciones.

El complot fue descubierto, las elecciones pospuestas, y, en pleno Templo de Júpiter, convertido a la sazón en el hemiciclo del senado romano, Cicerón, con su oratoria característica, pronunció su primera Catilinaria, cuya introducción es la famosa frase: “¿Hasta cuándo Catilina, abusarás de nuestra paciencia?” Mientras el orador acusaba, los senadores, uno a uno, se apartaron de Catilina, cual contagioso leproso, culpable de todos los males.

El senado decretó algo parecido al estado de sitio, invistió a Cicerón de poderes omnímodos, mientras Catilina huía de Roma a liderar un pequeño ejército con el que esperaba conquistar el escurridizo poder. Cicerón hizo la segunda Catilinaria para denunciar el levantamiento de Catilina contra Roma. Catilina terminó muerto, entre tanto Cicerón consiguió, de manera dudosa, las confesiones de los conspiradores y las presentó al pueblo en la tercera y cuarta Catilinarias. Aprovechó para resaltar su papel en tan difícil trance.

Contraviniendo las normas, aprovechando un subterfugio, de esos que suelen emplear los grandes hombres cuando se saben dueños del poder y que nada ni nadie se atreverá a confrontarlos, Cicerón pidió ejecutar a todos los aliados de Catilina. El senado en pleno, temeroso de sentar un peligroso precedente, no deseaba la ejecución de los traidores, nobles y poderosos como ellos. El mismo Julio César abogó por una pena más suave, como inhabilitarlos de la vida pública y enviarlos al exilio (una especie de extradición). El senado, de mala gana, decretó la pena de muerte para los conspiradores.

Parecería que la historia nos legó solo elogios para Cicerón, mientras que nos pintó un desalmado y perverso Catilina. Ese blanco y negro ha sido matizado, en retrospectiva, por un Cicerón obnubilado y envilecido por el éxito, hasta ser condenado al exilio y en un postrer intento de recuperar el poder perdido, ya en el ocaso, término proponiendo la amnistía para los asesinos de Julio César. Poco o mucho hemos cambiado, juzguen ustedes. 

Carmelo Dueñas*
crdc2001@gmail.com

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