El otro día pasé por Playa Blanca y debo confesar que me dieron ganas de llorar, mi estimado lector. ¡Cuánta tristeza, por Dios! No es que quiera recalcar lo negativo de la ciudad, pero tengo la obligación de denunciarlo. No podemos seguir así.
Tenemos que parar esa obsesión casi infinita y lamentable de agarrar nuestros activos más productivos y convertirlos en la miseria más atroz. Lo que vi era un despelote descomunal. La playa es hoy una mezcla colapsada de invasores ilegales, vendedores ambulantes y visitantes donde cada uno hace lo que le viene en gana. La anarquía en su esplendor. Ahí no hay autoridad. Nadie cuida nada. Cada cual invadiendo y abriendo negocios a empellones y codazos, entre una mezcla de basuras y moscas. ¡Por favor, es que estamos matando la mejor playa que tiene Cartagena!
¿Pero saben algo? Que lo más triste de todo es que muchos están convencidos que de esa forma funcionan las playas en el mundo y que así vamos a solucionar nuestros inconvenientes de pobreza. ¡Imagínate ese problema!
Y el suscrito no es más que un insensible de esos que no quiere que la gente trabaje y salga adelante. Y con ese mismo criterio (léase subdesarrollado) es que también administramos a Bazurto, el transporte público, los canales y lagos, El Laguito, las playas de Bocagrande y Marbella (Crespo ya no existe); para sólo citar algunos activos colectivos, tirados al garete.
Me duele decirlo, pero nuestra falta de autoridad, nuestra indolencia recalcitrante y nuestro sistema judicial, han creado las políticas públicas que ya son “vox populi” en todo el país y el continente. Ya somos famosos en el mundo entero: aquí cualquiera puede venir a rebuscarse informalmente y hacer lo que se le viene en gana. El sistema lo protege.
Mientras que todos aquellos inversionistas (foráneos y locales) que le apuestan a la ciudad legalmente y arriesgan hasta la camisa con la construcción de hoteles y otros negocios turísticos, creando miles de empleos formales, pagando impuestos y abasteciéndose de proveedores locales (léase encadenamientos productivos), no tienen derecho a nada, incluido unas playas dignas, y qué carajo: que se defiendan como puedan. ¿Quién los valora?
Vaya forma que tenemos en Cartagena de buscar nuestro progreso. Con razón hay tantos economistas quienes reconocen que el subdesarrollo es una de esas enfermedades colectivas que tienen la particularidad de que la terquedad se adhiere a la irracionalidad con la misma determinación que puede tener la sanguijuela más obstinada del universo.
Así son las cosas.
jorgerumie@gmail.com
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