Columna


Por un lenguaje de paz

PABLO ABITBOL

10 de abril de 2015 12:00 AM

Nuestro espíritu se refleja en nuestros actos y, entre ellos, en nuestros actos de habla.

La firma de los acuerdos de La Habana representa un paso tremendamente complejo y muy importante para avanzar en la construcción de la paz. Es crucial que nos preparemos para asumir la materialización de los compromisos pactados en esos acuerdos en el terreno de las diversas realidades regionales y locales donde deben adquirir vida.

Pero el logro de una paz profunda y duradera exige, además, que todos nos embarquemos en el camino de la reconciliación; no solo las partes en conflicto, no solo las víctimas y sus victimarios. Todos.

Decidir adoptar un espíritu reconciliador como propio nos exige estar siempre atentos al alma que se refleja en nuestros actos y, entre ellos, en nuestros actos de habla. ¿Qué alma se refleja en nuestros comportamientos y lenguaje cotidianos? ¿Cómo tratamos a los demás desde nuestras acciones, así como desde nuestras palabras?

Hay tres trampas que, en este sentido, nos ponen las palabras, y hay que estar atentos para no caer en ellas.
Con las palabras podemos herir.

Hay ocasiones en que caemos presa del atractivo de generalizar, de la facilidad, en apariencia inocua, del estereotipo. Todos los políticos son corruptos, todos los delincuentes son malvados, todos los victimarios son monstruos, todos los cachacos son fríos, todos los costeños son perezosos, quienes negocian la paz son todos unos hampones. Cuando nos dejamos seducir por este juego de lenguaje, con toda seguridad causamos un daño.

Con las palabras podemos distorsionar.

También hay veces que, abdicando la responsabilidad de una reflexión que podría tan solo detenernos un breve instante en el raudal de nuestras vidas, repetimos y contribuimos a difundir imágenes de la realidad que no le hacen justicia ni a su complejidad ni a sus múltiples matices. La realidad no es ni pura ni monstruosa.

Contribuir a distorsionar la realidad solo es ayudar a que ésta se haga más oscura.

Con las palabras podemos destruir.

Quizás por vanidad, quizás por un odio atravesado, quizás por afán de figurar, en ocasiones también podemos caer en el uso intencional de un lenguaje destructivo. El siempre valioso aporte de la razón crítica es, en el momento que hoy vivimos, más necesario que nunca, pero la diatriba furiosa es más pasión ciega que razón, y es más recurso retórico que reflexión crítica. Hay diatribas que solo buscan destruir lo que otros intentan, con mil dificultades e imperfecciones, construir. No caigamos en ese otro embrujo autoritario.

*Profesor, Programa de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, UTB

pabitbol@unitecnologica.edu.co

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