Columna


Quejas

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

03 de junio de 2017 12:00 AM

Eso de que los cartageneros nos pasemos la vida quejándonos de nuestros gobernantes, y demás funcionarios públicos, es semejante a la cuarteta de Sor Juana Inés de la Cruz: “Parecer quiere el denuedo / de vuestro parecer loco / al niño que pone el coco / y luego le tiene miedo”.

Nosotros mismos elegimos a los malos alcaldes, con sus secretarios de despacho, y después los lapidamos en las esquinas, tanto físicas como virtuales, pero jamás dirigimos el dedo acusador hacia nuestros propios rostros, que es en donde están los ojos que deberían permitirnos ver con claridad a quién estamos encargando nuestro futuro.

Desde que se inició la elección popular de alcaldes en Cartagena lo primero que debimos entender con precisión es que no sabemos elegir, desconocemos la importancia de la política, no entendemos para qué es el voto, no captamos el valor del voto en blanco, ni la utilidad de la revocatoria del mandato, pues parece que la lambonería, el servilismo y la desidia nos merecen mucha más relevancia que la dignidad colectiva.

Esas tres lacras siempre nos han impedido percibir que los alcaldes y sus secretarios no son reyes ni príncipes, sino unos empleados de la ciudad, a quienes se les paga con el dinero de nuestros impuestos; y, por lo tanto, están obligados a cumplirnos, sin que por eso haya que agradecerles ni sobarles la guayabera, como es costumbre en este villorrio de la sapería vergonzante, que es Cartagena.

Ni a ricos ni a pobres nos importa realmente la ciudad: a los primeros no les duele, porque la ven como un negocio que el día que deje de producir, solo tendrían que arrancar para otro lado dejando el pelero para que otro lo arregle. Y a los segundos, porque insistimos en creer que es cierto que los poderosos siguen siendo las castas reales que malamente dejaron los invasores ibéricos, como si les hubieran legado una finca.

Nos está costando trabajo inferir que en Cartagena no tenemos políticos a carta cabal, sino empresarios de la politiquería, por los cuales se vota con el estómago y el corazón, nunca con la razón, dado que en nuestras consciencias todavía habitan el africano esclavizado, el indígena diezmado y el mestizo arribista, quienes se acostumbraron a creer que las dinámicas sociales no eran asunto de ellos sino disposiciones que el dueño de la finca resolvía a su conveniencia.

¿De qué nos quejamos? Vemos claramente que los candidatos a la alcaldía no son lo idóneos, pero no usamos el voto en blanco. Sufrimos en carne propia la mala administración de un alcalde, y no emprendemos la revocatoria del mandato. ¿Entonces? Sigamos quejándonos en las esquinas.
 

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