Columna


Recursos humanos (2)

ROBERTO BURGOS CANTOR

01 de julio de 2017 12:00 AM

Y había que seguir. No podía dejar a esa mujer dolida por la golpiza. Como si de repente aceptara que desconocía el amor. Sería como someterla al infierno de seguir siendo maltratada, una humillación impuesta cada vez que se leyera la historia detenida de esa mañana en que salió confiada del ascensor.

Y el joven caballero con el gesto de salvación interrumpido como las imágenes de un proyector oxidado. Entonces destrabar la acción. El conserje enmarañado en las reglas de la empresa, aceptando la fatalidad, se acerca sin intervenir. El joven enfermero o administrador, ahora con angustia, arremete con fuerza y riesgo por entre el aguacero de golpes del hombre dispuesto a acabar con la mujer. Lo aparta un poco. Con la respiración entrecortada le grita: No se meta sapo, ella es mi esposa, - la señala con el puño cerrado - .

Sin saber de dónde le salió el humor, el joven caballero interpuesto, le pregunta: ¿Una manilla de metal de las que usa la Policía, para capturas? Mientras, sigue de barrera entre el castigador y la víctima. Suena la señal de llamada del ascensor. Entre las voces y las inhalaciones ruidosas del hombre, se desliza un sonido parecido a un sollozo. Viene del suelo donde la mujer encogida padece dolores y picadas por el cuerpo entero.

El conserje se acerca con disimulo y saca su pañuelo. El hombre lo ve y brama: ¡La tocas y te mato, lacayo! Y se lanza con puños y patadas y cabezazos, como molino loco, contra el joven.
No es fácil protegerse de esa máquina enloquecida. Arrasa con la interferencia compasiva del caballero, enfermero o administrador. Al rato no se da cuenta ya de su cuerpo, masa ablandada. Los golpes en la cabeza y la quijada le alejan la conciencia. Las patadas lo derrumban. Y el resto de dolor se concentra en el rodillazo que recibe en la entrepierna, debajo de su bragueta.

Cae al piso cerca de la mujer a quien la hinchazón le dificulta mirar. Apenas soporta su dolor. El dolor. ¿Serán iguales los dolores?

El conserje comienza a gritar: Lo mató, lo mató. Y corre al teléfono para marcar el servicio de urgencias. El ascensor se abre. Salen siete personas. Observan asombradas. Dos cuerpos en el suelo. El hombre mira desorbitado, sacude los pies. Los vecinos caminan despacio. El conserje les hace señas. El hombre grita: ¡Y vuelva a meterse!

La mujer teje pensamientos. Esto es el amor. Para qué. No será más sencillo abandonarse. No hay pleitos de amor. Debí quedar hecha una miseria: por qué. Volvimos el odio un acto de hombría. Por eso fracasamos.

 

 


 

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