“Risitas” es el apodo paradójico con el cual según El Tiempo (26.04), conocen a Floro Gamboa, un anciano triste, de 80 años, víctima del hambre y del olvido, recogido en las calles de Cali por Anabeiba Lasso, quien dirige un asilo con más de 180 ancianos, víctimas de la senectud y de la pobreza. Cuando “Risitas” fue recogido, estaba orinado, en un estado avanzado de desnutrición y deliraba, lo más triste es que hubo que engañarlo, un hijo de la señora Lasso se hizo pasar por el hijo de “Risitas” (cuyo paradero se desconoce) y Gamboa en su delirio se creyó el cuento y lo internaron.
Esta crónica desvela la miseria en la cual viven los ancianos abandonados en Colombia, cuya magnitud según el Dane se refleja en lo siguiente: mientras entre 2012 y 2015 murieron 1127 niños de desnutrición, en el mismo lapso fallecieron por hambre 3899 ancianos.
La senectud es un problema de marca mayor: la memoria se deteriora, la visión se enturbia, el sueño es frágil y aparecen una muchedumbre de dolores articulares, además de las enfermedades que la acompañan (cardiovasculares, renales, etc.). La cantidad de ancianos aumentó porque los avances científicos prolongan la expectativa de vida. Pero, lo negativo es que en ocasiones la senectud es un cataclismo existencial.
En clave poética, Quevedo la definió así: “Que sin poder saber cómo ni donde / La salud y la edad se hayan huído / Falta la vida, asiste lo vivido / Y no hay calamidad que no me ronde”. A estos problemas físicos se suman a veces el abandono y la muerte de parientes y amigos, tal como lo dijo León de Greiff en verso: “Señora muerte que se va llevando, todo lo bueno que en nosotros topa /Solos en un rincón vamos quedando/. Si a esto se agrega que solo 25% de la gente de la tercera edad tiene una pensión, al deterioro biológico se le agrega la pobreza extrema.
Hay algo más, y es la desgarradora realidad de cómo la diferencia de clases patentiza la crueldad de los tormentos de la ancianidad. Lo dijo Simone de Beauvoir: “La decrepitud senil ha dependido siempre de la clase social a la que se pertenece y mi consejo es que más vale ser burgués cuando se envejece que obrero, explotador que explotado”. A esto se añade una arista dolorosa: el valor social de los viejos se devaluó y a veces es rayado en el desprecio, se vive más pero el aprecio hacia ellos se evaporó, ahí está el ejemplo de “Risitas”.
En Colombia, los ancianos abandonados deberían tener atención especial del Estado, para que se atenúen sus pesadas cargas físicas y psicológicas. Es necesaria una política pública eficaz que haga que los ancianos en indigencia reciban un trato digno para que vivan con decoro hasta el final de sus vidas.
Hay algo más, y es la desgarradora realidad de cómo la diferencia de clases patentiza la crueldad de los tormentos de la ancianidad.
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