Antes de la navidad reciente, murió en Barcelona Francisco Porrúa. Tenía 92 años y una vida editando en la editorial Sudamericana de la Argentina.
Los colombianos comenzamos a interesarnos en él cuando publicó, en 1967, Cien años de soledad. Gabriel García Márquez le guardó siempre gratitud y las ediciones de sus libros en el país austral salieron siempre en esa editorial.
El interés por Porrúa no fue por su suerte de editar una novela vendida como pan caliente y que sigue circulando. Más bien ese accidente que es la fama de un autor y su libro, permitió saber algo de don Francisco.
Editó el primer libro de cuentos de Julio Cortázar. Se vendieron menos de cinco ejemplares. Y sin inmutarse convenció a la editorial de publicar el segundo, con un resultado en ventas parecido.
De ahí surge una primera observación sobre las exigencias del oficio de editor. Una sensibilidad y un ojo educados en las intuiciones de largo alcance, y ver más allá de la calidad literaria de un libro, la potencialidad de su autor. Algo que se siente y a lo mejor es indemostrable con análisis de mercado. Esa obstinación obtuvo su recompensa: Rayuela fue un éxito de librerías.
Es probable que de esta raza de editores queden pocos. La presión del ilusorio comercio dañó el oficio y dejó al lector sin un reto estético. Desorientado.
El hermano menor de Gabriel García Márquez, Eligio, empezó a obsesionarse por descubrir el secreto del éxito de Cien años de soledad. No le faltaba razón. Cada vez que hablo con Alberto Salcedo Ramos me comenta las calidades de periodista en los reportajes de Eligio. Es una curiosidad secreta. En la misma Buenos Aires dónde arrancó el huracán de esa novela, había aparecido en 1959 la espléndida de V. S. Naipaul, Una casa para el señor Biswas. Con las complejidades de la narrativa india y otras magias, pasó desapercibida. ¿Por qué?
Buscando pistas, Eligio se fue a Buenos Aires. Encontró la ausencia de Paco Porrúa y los restos de la editorial en cajas apiladas cubiertas de polvo.
Siguió para Barcelona y una tarde temprana, en una esquina, encontró a don Paco, viendo pájaros marinos en balcones de Gaudí. Hablaron. Sobre la novela de Gabriel, con un gesto que removía años, sin envanecimiento, le dijo: ¡Ah, sí! Con esa novela nos fue bien.
De inmediato le contó su proyecto de traducir de nuevo a Ray Bradbury. Lo editaba en su editorial, Minotauro. Es de suponer que lo seducía del norteamericano su portentosa poesía.
Esa serena aceptación del destino, sin alharacas de orgullo, muestra otro rasgo del oficio: la discreción. Y de paso la persistencia.
Queda su ejemplo.
*Escritor
reburgosc@gmail.com
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