Columna


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CARMELO DUEÑAS CASTELL

17 de junio de 2015 12:00 AM


Junio de 1808: Napoleón dominaba España. Una columna francesa de casi 4.000 hombres salió de Barcelona para extender su poderío. Atravesaría el paso del Bruch, en las montañas de Montserrat. Bajo un impresionante aguacero, los franceses fueron emboscados por menos de 2.000 hombres, obligándolos a retirarse. El 14 de junio hubo un segundo combate, al que los franceses llegaron con dos columnas de soldados.
La historia y la leyenda se han imbricado tanto que es imposible saber dónde termina la primera y comienza la segunda. Los periódicos de entonces decían que “sólo con sus propias fuerzas, sin caballería, artillería ni jefe militar que los dirigiese…” un pueblo se enfrentó al gran ejército invasor. Cuenta la leyenda que un joven pastorcito no podía combatir por su juventud y, queriendo ayudar, tocó su tambor. El eco en las montañas generó en los franceses la impresión de que los enemigos eran demasiados y huyeron en desbandada. La historia del niño del  tambor fue inmortalizada en un hermoso monumento a cuyo pie se lee: “viajero, para aquí, que el francés también paró, el que por todo pasó no pudo pasar de aquí”. El niño tamborilero destruyó el mito de que el ejército napoleónico era invencible.
Algo parecido podría decirse de la reverberación de las trompetas para destruir las murallas de Jericó y permitir el triunfo de Josué, según la Biblia. Lo anterior ensalza el poder del sonido, la fuerza de una comunidad unida y convencida.
Hace 30 años nos hicieron una loma en Bazurto y enseguida supimos de su incapacidad. Tras décadas ignominiosas la derrumbaron y no aprendimos. Para resolver un problema inventaron un túnel que no es y que antes de abierto ya estaba dañado. Para colmo, el túnel termina en otra loma con inútiles ínfulas de puente, ahora adornada con una doble muralla de ladrillos. Murallas que protegerán la loma de sus naturales enemigos, los dolientes ciudadanos impedidos, por la loma y la falsa muralla, de ver el bello mar que la naturaleza nos dio.
Igualmente, parece que si algún día se muda la Base Naval, el esperpento que nos harán será una muralla de rentables edificios que nos encerrará, aún más, en esa cárcel de inmovilidad en que estamos, donde las pingües ganancias no permiten escuchar las sensatas opiniones de comunidad, expertos y dirigentes gremiales. Las propuestas de un parque y otras no tienen eco por improductivas. Rebotan, dizque por inviables. Nuestro histórico y servil silencio es la garantía para no escuchar el eterno superávit de obras cuya única rentabilidad es el beneficio comunitario.
Pero ya lo dijo Simón en los “sonidos del silencio”: “mis palabras como silenciosas gotas de lluvia cayeron, e hicieron eco en los pozos del silencio”.
*Profesor Universidad de Cartagena


crdc2001@gmail.com

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