Columna


Testigos y compinches: compañeros

ROBERTO BURGOS CANTOR

07 de febrero de 2015 12:01 AM

La tradición de unos países cuyas imágenes institucionales las hicieron letrados y curas, hizo que cuanto se reconocía como culto fuera un signo de reconocimiento social, prestigio, y claro, dominio. En las casas hubo estantes, vitrinas, un rincón, pequeño o extenso, para los libros. Quienes no leían adquirían decorados de lomos atractivos, por metros. Bastaba poder verlos como una cruz, un cuadro del Corazón de Jesús, un jarrón sin flores, la fotografía del matrimonio, del primer bautizo. No tuvimos la infaltable Biblia de los puritanos.

Después la mezquindad de las viviendas urbanas, especulación más impuestos a la propiedad, seguridad, crearon un gusto ambiguo, entre la austeridad forzosa y la escasez. En los Estados Unidos debieron cambiar los diseños de la edición de A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust, porque la gente no lo compraba por no tener dónde ponerlo en los apartamentos. Lograron unas hermosas cajas, pequeñas, que devolvieron la compañía de don Marcel.
Con el lento avance de las bibliotecas, sus servicios de llevar el libro a casa, en este sentido ejemplar lo que hace el Banco de la República, la eventual ubicación en el barrio del lector, y la inclusión en las políticas municipales de construcción de bibliotecas que comparten con organismos particulares su administración; ya no es común el cuarto de los libros.

Algunos, maestros, escritores, investigadores, como los mecánicos independientes que desvaran los carros en la puerta de su casa, y tiene un altar en la sala para las herramientas conseguidas con esfuerzo, tenemos la vivienda invadida por libros.

Contaba Óscar Collazos que el mayor tiempo de la ayudante doméstica lo usaba limpiando los libros. Un día renunció porque se iba a casar. Agregó, con dejo desconsolado, lo que más falta me hará serán los libros. ¿Usted sabe que los leía? Por supuesto, el escritor la autorizó a ir cuando quisiera a seguir leyendo.

Cada cierto tiempo, siete, diez años, quien tiene libros necesita ordenarlos y lo que ocurre es una maravilla. La revelación de saberse uno. Regalar algunos, encontrar los que se escondieron para dejarse leer cuando les dio la gana. Gana razonable.

Parece que los libros estarán mientras sean parte de lo que uno es. Los que estuvieron en lo que uno fue, se desprenden. Y esas sensaciones muestran los cambios de la vida, los colores del camaleón. Y la sorpresa tremenda sin interpretación todavía: los que acompañaron siempre. O los que esperaron el encuentro.

Cada lectura enriquece la percepción del mundo. Cada libro se llena de más palabras. Restos de uno entre libro y libro. Testigo silencioso, háblame. 

*Escritor
ROBERTO BURGOS CANTOR*                                        
reburgosc@gmail.com
 

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