Fueron los que coincidieron con los sugestivos nombres de: aguamanil, petaquilla, tinajero, pilón, hacha, hornilla, leña, baúl, fiambrera, caballeriza, troja, bacinilla, manduco, remillón, cuchara de palo, bangaña, quicio, aldaba, esterilla, jáquima, bozal, alar, chinela, liquilique, tirante, caballete, taburete, dril, peltre, molinillo, palote y todas esas denominaciones con las que nos familiarizamos en medio de la generosa crianza de los abuelos.
De vez en cuando, en el imaginario familiar, vuelvo a la casa de los abuelos, en busca de ese libro usado que ellos encarnaban, en procura de sus páginas con saberes perpetuos, esas eternidades aprendidas en el tiempo y que mostraban en la casa de puertas y ventanas abiertas para todo. Ellos, que supieron caminar hacia la vejez, como es vivir en plenitud sin dejarse llevar por las rutinas de la vida.
El abuelo Claudio se peleó con el analfabetismo. Mi hermano y yo llegamos de la escuela, y la abuela Arcadia nos ayudaba en las tareas; el abuelo le dijo: “Vieja, lo mismo que le expliques a ellos, también lo harás conmigo”.
Así la abuela tuvo en la clandestinidad a otro alumno; resultó inteligente, porque al llegar al texto de Evangelista Quintana, Alegría de leer, libro cuarto, él recitaba la “Última proclama de Bolívar”, “La ninfa eco”, “Policarpa Salavarrieta” y “La caña de azúcar”, temas que les comentaba al personal de su trapiche.
Fuimos sacristanes, y ello era motivo de orgullo para el abuelo, aunque no se le veía dentro de la parroquia, rito que sí cumplía su hermano José Antonio; como la casa estaba detrás del templo, el pueblo pudo comprobar que fue más espiritual que religioso, ya que se apostaba en uno de los ventanales de la sacristía, desde donde vislumbraba al oficiante y a sus nietos durante las eucaristías.
La casa de los abuelos era el rincón de los secretos, de expresar lo que duele por dentro y compartirlo; era la casa donde se juntaban las fuerzas y afloraban ilusiones; era la casa donde todo era de todos y nadie guardaba nada.
En fin, era un oasis de bendición donde brotaban las flores multicolores, en una palabra, era la experiencia de lo mejor.
A esos recuerdos he vuelto, a tocar de nuevo las raíces, en la remota memoria de la evocación: a beber el agua fresca de la tinaja; a destusar el maíz de la troja; a botar el cagajón de la caballeriza; a echarle leña a las hornillas; a traer el agua de los caños; también, en el anca de la mula del abuelo, volver a ser el campesino que durante los recorridos le escuchaba la retahíla de refranes.
Abuelos, ustedes pasaron a otra vida, hoy el abuelo es el nieto, con otras costumbres, otros nombres que, con los avances tecnológicos, soy puente generacional.
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