Columna


Tiempos proteccionistas

JORGE RUMIÉ

12 de octubre de 2018 12:00 AM

Todo aquel que tenga más de 45 años, recordará seguramente sin añoranzas, los años del “proteccionismo económico” en Colombia. Fue una época donde resultaba más fácil ponerle un pañal a un gorila con incontinencia orinaría, que traer un producto del extranjero. Y todo consistía en ponerle trabas a lo de afuera, para proteger y fortalecer la economía nacional.   

En teoría, la “sustitución de importaciones” buscaba consolidar al sector agrícola y manufacturero local, de ahí que, con total determinación, se dieron a la tarea de incrementar exponencialmente los impuestos de importación, además de solicitar toneladas de requisitos y “licencias” para aprobar o rechazar las compras de ultramar. Al final, vivíamos en un mundo enclaustrado, donde el consumidor se acostumbró a comprar lo que había, y en muchos casos con una calidad de proporciones trágicas y deficientes. En otras palabras, sólo aquellos quienes tenían las posibilidades económicas de viajar al extranjero, pudieron conocer el surtido de productos que hoy puede tener cualquier Olímpica o Carulla.

Por ejemplo, para ponernos en contexto, un pan de sándwich en aquellos días, más parecía una lámina galvanizada, que un producto alimenticio. Y para untarle una mermelada había que calentarla cual brea, y con martillazos ibas domesticando la jalea, hasta que quedaba plastificada en la rodaja. 

La misma escasez de productos hacía que ellos fuesen multifuncionales. En el caso del chicle, por ejemplo, además de goma de mascar, servía para tapar huecos en lanchas y techos. Y cuando las lijas desaparecían de las estanterías, ¿cuál era el problema?, el papel higiénico tranquilamente te pulía hasta la madera más agreste. Ya te podrás imaginar cómo teníamos las sentaderas. En el caso de los jugos, además de adivinar de qué fruta venían, ayudaban en el difícil arte de matar las lombrices estomacales. Mientas que la mantequilla, considerada la indómita ranciedad del mundo lácteo, era magistral aflojando tuercas y engominando cabelleras al estilo Gardel.

Con razón la gente viajaba al extranjero para comprar y jamás para conocer. Quién iba creerlo, hasta el periódico local anunciaba los nombres de quienes retornaban de Miami, y la “apertura de maletas” en las casas se constituía en un acontecimiento social apoteósico, quizás comparable a la llegada del hombre a la luna. Hasta el cura del barrio era invitado para recibir su respectiva bolsa de chocolates americanos.

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