Verdes hondonadas, extensos sembradíos, hermosos viñedos, un amplio valle y, al fondo, en lontananza, en lo alto de una colina, se ve un pequeño pueblo con varias y antiguas torres que resaltan bajo el cielo de Toscana. San Gimignano fue fundado en el siglo III antes de Cristo. Adoptó el nombre de un Obispo que defendió el pueblo de las huestes de Atila.
Hace más de 800 años las ciudades italianas se llenaron de torres de más de 50 metros de altura. Varias hipótesis explicarían por qué las poblaciones crecieron hacia arriba construyendo tales torres: la falta de espacio en las ciudades; la necesidad de mantenerse resguardados por las murallas; para proteger a una familia pudiente en una fortaleza.
Una razón adicional pudo ser la de mayor peso: los poderosos de la época, en pleno renacimiento, convirtieron las torres en símbolos de riqueza, reconocimiento, orgullo y megalomanía. Trataban de dejar huella construyendo cada uno una torre que perpetuara su linaje y les abriera las puertas de la eternidad al ser recordados por futuras generaciones. La competencia por la torre más alta se volvió tan compleja que hubo necesidad de expedir un edicto municipal que prohibió a cualquier torre superar la altura del palacio comunal.
En San Gimigniano se construyeron 72 torres y vivió su mayor opulencia desde el siglo XII al XIV hasta que la peste negra sometió la urbe a la muerte y el olvido por siglos. Guerras y terremotos derrumbaron la mayoría de torres. Solo quedaron 14 que le dan al poblado la mayor belleza. Torres otrora resplandecientes, los rascacielos del medioevo, y hoy, desteñidas, contrastan con el bucólico paisaje y se resisten a lo inexorable cuando ya perdieron sus funciones, aún la más importante: nadie recuerda, y a muy pocos les interesa, quién las construyó y en honor a qué noble prohombre o familia.
A lo largo de la vida el ser humano, de una u otra forma, construye sus propias torres, unas sobrias, otras ostentosas. Algunas edificadas con los ladrillos del dinero, otras con el adobe del poder, aquellas con la etérea fama, unas pocas con las tres. Muchas se construyen en detrimento de los demás, a expensas del prójimo, de la familia, sacrificando principios o la vida misma. Políticos las han construido en contra de la voluntad popular o sepultando anhelos básicos como la paz. Por mucho que se intente convertirla en la mayor, siempre habrá alguna más alta que la propia.
Lamentablemente, muchas de esas torres se caen antes de concluirlas, otras desaparecen como castillo de naipes, antes de la muerte del propietario arrastrando en su debacle a muchos inocentes. Solo sirven de efímera quimera para recordar lo vano del esfuerzo por dejar una huella en este mundo, reafirmando de paso el sabio adagio caribeño que dice que sube como palma y baja como coco.
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