En la página 59 de ‘Rostro del mar’, una antología de poetas del Caribe colombiano, habita un pequeño poema de Raymundo Gómez Cásseres. Se titula “Babel” y apenas tiene seis versos: “Ni torre ni metáfora/ simplemente otro ejemplo/ de nuestro despropósito/ Pretender la altura/ que nos es vedada/ cuya sola existencia nos confunde”. Hace dos años, mientras nos tomábamos un café, le pregunté al maestro Ray si esa “altura vedada” es la que sufren los escritores cuando crean sus mundos imaginarios. “Yo pienso que sí”, me dijo, “cuando escribes estás buscando algo, y en esa búsqueda te agotas, recorres un camino, lo abandonas, te desvías, vuelves a lo mismo y te das cuenta de que la búsqueda no ha terminado”.
Lo decía, por supuesto, desde su experiencia personal. Como narrador inconforme, el viejo Ray modifica sin descanso sus novelas, de modo que cada vez que se reedita un libro suyo en realidad se está publicando una obra nueva, pues ha introducido tantos cambios que la historia, como las aguas en los ríos de Heráclito, ya no es la misma. “Creo que los escritores no terminan nunca sus textos”, me confesó, consciente de esta obsesión correctora. “Tienen que abandonarlos. Si se proponen terminar su búsqueda jamás podrán hacerlo ni encontrarán lo que quieren”.
Estas palabras me han acompañado desde entonces. Siempre que escribo o me planteo un sueño estoy pensando en ellas, para no olvidar que hay que saber abandonar sin detenernos y admitir la desmesura de un final que está fuera de nuestro alcance. Que en la vida y la literatura muchas cosas son iguales a unos versos de José Lezama Lima, donde el hablante lírico grita “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. Muy temprano nos enseñan a custodiar el pájaro en nuestra mano, sin advertirnos siquiera de la importancia de ver –y sólo ver– los cien que están volando.
Esto no significa que todo cuanto ocurre a nuestro alrededor esté condenado a lo inconcluso, al tenebroso asunto pendiente. Las visiones que se cumplen existen por miles y el mundo sería un lugar intolerable si no hubiera soñadores que llevaran a cabo sus empresas. Lo que pasa es que hay cosas que nunca terminan o que son tan vastas que sus confines nos desbordan. Si no uno no está preparado para dejarlas ir, abandonarlas, se arriesga a perderse en una frustración infinita. Eso me recuerda a un apunte que hizo Paul Auster sobre el mito de la Torre de Babel en su novela ‘Ciudad de cristal’. Auster cuenta que cuando Dios destruyó la torre, las ruinas que quedaron en pie seguían siendo tan grandes que una persona podía caminar bajo su sombra durante tres días. Quien se empeñaba en seguir viendo los escombros olvidaba todo lo que sabía.
*Escritor.
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