Columna


Una navidad costeña

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

04 de diciembre de 2013 12:02 AM

Todos los diciembres cada vez que visitaba a mis abuelos en Canapote, mis primos y yo raspábamos pedazos de icopor contra el cemento sin pulir de las paredes para simular la caída de la nieve. Tiritábamos de frío en aquel invierno inventado de 34 grados donde, por el calor, era imposible seguir llevando puesto en la cabeza los gorritos navideños con nuestros nombres escritos en escarcha. Hasta ese entonces todavía ignoraba las incongruencias que presentan algunos elementos de la navidad con el ambiente que nos rodea. Por eso continué pensando en la nieve que se formaba en el hielo picado de la nevera y forzaba mi imaginación para ver trineos donde había carretillas y renos donde había burros cargando sus escombros.

La verdad es que ni la inocencia de mi niñez fue capaz de transformar tanta mentira importada y ni siquiera un acto forzado de superstición hubiera podido lograr que un Papá Noel entrara por el patio: con el tiempo me daría cuenta que esa impotencia que sentía era el resultado de haber estado llevando a cabo unas tradiciones que no eran las mías.

Entiendo que la globalización nos ha mezclado los credos y las costumbres, y que a partir de esas combinaciones han surgido fenómenos fascinantes (como la misma navidad), pero la globalización también ha suprimido otras prácticas populares importantes y nos ha impuesto en muchas ocasiones un molde en el que no encajamos.

Saber que en vez de papá noeles con sobrepeso que entran en chimeneas podemos traer hacia nosotros los arbustos y los cocoteros iluminándose en el acertijo de la memoria como dos tesoros rescatados de todos los incendios cotidianos. Saber que en vez de muñecos de nieve podemos hacer un Juan Chuchita de aserrín para quemar los malos recuerdos del año viejo; que en lugar de adornar un pino de embuste podemos decorar palmeras o matarratones en el centro de nuestras salas y dejar una gran chepacorina en algún rincón del patio para el Niño Dios que llega con sus bolsillos rotos a entregar los regalos.

Sólo es cuestión de decidir: elegimos lo que nos constituye o raspamos icopor para remedar la caída de la nieve, eso es todo. Apenas puedo decir que la importancia de la coherencia simbólica entre lo que somos y lo que celebramos reside en la dignidad cultural que se conserva intacta a los golpes homogéneos de las culturas de masas.

También nosotros tenemos nuestra propia identidad, bella en sus rasgos originales, únicamente debemos evocarla, traerla desde los escombros como si fuéramos dioses con alzhéimer que empezaran a recordar sus astros.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

@orlandojoseoa
orolaco@hotmail.com

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS