Columna


Y cómo hago yo

ROBERTO BURGOS CANTOR

07 de junio de 2014 12:02 AM

Un escritor a quien leo con provecho me contó este episodio: estaba en una de las sobremesas de un almuerzo con el hermano mayor del hoy Presidente de la República. Se referían a la vida privada de las naciones que en veces es fundamento de la vida pública y derivaban atrevidas conclusiones, no por ello menos útiles y válidas. Reían, cuando entró el aún no mandatario y los contertulios abrieron una pausa. Sin saludo, el hermano mayor preguntó: ¿Oiga, qué es eso que dicen por ahí, ¿Usted quiere ser Presidente de Colombia? Acaso no le basta con ser Santos?

En esa aguda cuestión, se encuentra quizá una clave de caracterización de las diferencias entre esos elementos fundamentales del centralismo andino que denominan cachaco, bogotano, aristócrata. En todo caso una especie sobreviviente de un país diverso y rico en matices y diferencias, que se considera faro y luz del porvenir. Ese centralismo excluyente y miope ha salido caro al país. Y ha logrado aprovechar su estado de hibernación entre neblinas e inconciencia. Panamá, el mar de San Andrés, el descuido con las bonanzas, la incapacidad para resolver límites con Venezuela. Pareciera que Bogotá se creó para ser la costosa oficina de relaciones públicas de un sector social parasitario y con mentalidad de socio de club que paga sus cuotas y deudas vencidas con un vale.

El paso de los años propone una interpretación a la pregunta del hermano mayor. A los viejos del centralismo no les bastaba el apellido. Los propios meados ayudan al hambre, pero el apellido ni siquiera entretiene la fatiga. Y hoy a una persona que ha logrado más bienes que su apellido, educación, periódico, vínculos con el mundo, es de presumir que esa alienante enfermedad del capitalismo, el trabajo, no le atraiga.

Entonces, ser presidente puede ser una decisión como comprar acciones o no. Y tal vez a nuestros países les haga falta ese desprendimiento. No creerse predestinados. Ni justicieros. Ni depositarios de fórmulas mágicas. Ni vengadores universales. Ni perdonadores delegados. Un poco de frío cálculo. Todo esto, a lo mejor, nos evitará la peste de los mesiánicos, de los predestinados con sus mecanismos de Herodes y sus gestos de Pilatos.

Este centralismo agrietado, de penosa ineptitud, que escoge con afán patético a sus pares en las regiones de Colombia, es preferible, mil veces como afirman las amantes leales, a la descarga de odio de sus opositores. A ese azuzar en los demás las podredumbres de su corazón enfermo y aupado por los que quieren todo en la bolsa.

Oye: que nos dejen bailar una guaracha. Los zapatos de Malacho. Sí. Son de cartón. Como tus estrellas.
*Escritor

rburgosc@etb.net.co

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