Columna


“Sabor” de exportación

NADIA CELIS SALGADO

26 de julio de 2010 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

26 de julio de 2010 12:00 AM

Una de mis instructoras de Zumba es una rubia hermosa de unos 60 años con un derriere que no parece del Norte y cuya utilidad, a juzgar por la energía con que lo mueve, acaba de descubrir. Otra es una gordita de 17 que se canta, mientras baila desatada, todas las canciones aunque no entiende español. Fue ella quien me contó que el fenómeno internacional de los aeróbicos rumberos nació en Colombia. Lo imaginaba por el repertorio: desde la Sonora Carrusel hasta el caballito de Carlos Vives, pasando por la academia global de las caderas de Shakira. La universalidad de nuestra música me ha enorgullecido siempre. Otra ha sido mi experiencia con la transnacionalización del baile, plena de malentendidos y problemas de traducción. Recuerdo como traumática mi primera vez en una discoteca en Nueva York: bailarines recorriendo la pista a ritmo de salsa con elaborados giros en un espectáculo virtuoso aunque distante de todo lo que yo reconocía como bailar. Leyéndome el asombro en la cara, la amiga que me llevó me explicó que eran bailarines de escuela. En la Babel rítmica de las escuelas, las pistas y los gimnasios extranjeros descubrí, por contraste, el Caribe y la “latinidad”: que esta manera de movernos es particular a nuestra corporalidad (y a nuestra historia), que nuestros cuerpos son inteligentes y que el baile es el más elaborado de sus lenguajes. Entendí también que nuestro “sabor” es una habilidad pulida en la inmersión temprana y constante en un mundo lleno de música. Así se entrena al cuerpo para responder al sonido y a las emociones para sincronizarse con el movimiento. A falta de la “banda sonora” cotidiana, los instructores recurren a otras técnicas: fragmentar y contar los pasos, sistematizar las improvisaciones, memorizar coreografías. Pero ni el vocabulario ni la gramática garantizan el manejo del idioma; fuera de su contexto original, el cuerpo, si habla, dice otra cosa. Entre los múltiples resultados, abunda la hipérbole de brazos estirados, giros y meneos forzados. No falta el atrevido que, sin reconocer los códigos de nuestros acercamientos, ve sólo una oportunidad para arrecostársele a una “sexy latina”; ni el “latino” recién convertido que, aunque no haya bailado nunca en su país, aprende para levantar gringas. Lo que no puede enseñarse es la relación con la música. Esa le queda al talento del bailador, a su audacia para lanzarse, más allá de la coreografía, a escuchar con la piel y dejar que el cuerpo comande. Me consta que el milagro ocurre. Superada mi aprensión, he aprendido el gusto de ver a los bailarines disfrutar de sí mismos en formas nunca antes presentidas, descubrir en un movimiento inusitado lo que puede hacer su cuerpo -que tienen un cuerpo!- más allá de tanta represión y prejuicio puritano. Mis clases de zumba, por ejemplo, son colectivos multiculturales y de todas las edades, cuerpos sin jerarquías vinculados por el atrevimiento y las risas nerviosas ante esa licencia para contonearse. Sensualidad a la venta, para muchos, el baile es para otros un medio de auto descubrimiento, que se revierte en mayor espontaneidad y seguridad en sí mismos, en cierto dejo al caminar que se llevan más allá de la pista. La promesa de lo que se exporta, milagro o no, no es la de la perfección del movimiento sino la de una actitud frente a la vida. Esa “soltura” que los verdaderamente bilingües leen como libertad para el goce y armonía. *Profesora e investigadora nadia.celis@gmail.com

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