Columna


Anegatrac

GERARDO MÉNDEZ SOLANO

05 de noviembre de 2009 12:00 AM

GERARDO MÉNDEZ SOLANO

05 de noviembre de 2009 12:00 AM

Érase una vez un increíblemente hermoso pueblito llamado Anegatrac, donde sus gentes reían, bailaban, comían, tomaban y fiesteaban. Vivían ahí hombres dicharacheros, desabrochados, alegres, amables y relajados y, aunque tenían grandes problemas (como los tiene todo el mundo), el sonreír era un acto cultural no sólo recurrente, sino de verdad espontáneo. Las reuniones y relaciones sociales eran una pócima de vida pura no sólo para sus gentes, sino para los negocios. Un día, algunos, algo más inquietos, se dieron cuenta de que los pueblos vecinos prosperaban más rápido, mientras que el de ellos se veía estancado, más pobre; no sabían si iban retrocediendo, pero era evidente que iban más lento. Pasaban los años y no entendían por qué. Alguien que viajó un día a uno de esos pueblos prósperos cercanos, contó que es que allá el gobierno invertía en educación. Entonces Anegatrac comenzó a invertir en educación para los niños. Se construyeron escuelas y poco a poco se fue trabajando para que la calidad de la educación en los colegios fuera cada vez mejor. Pasaron los años, y aunque se vieron mejoras notables, el pueblo seguía rezagado con respecto a los demás. Después, otro anegatrecense llamado Drareg, visitó varios de los pueblos vecinos prósperos y se dio cuenta de algo interesante. Vio que en los más avanzados, muchas de las personas que dirigían y trabajaban en las empresas, estudiaban juiciosa y continuamente, tuvieran la edad que tuvieran. La mayoría estudiaba una disciplina que les permitiera no sólo hacer más prósperos sus negocios, sino conquistar otros mercados y abrir más empresas. “Interesante”, pensó Drareg. “En Anegatrac veo que nuestros comerciantes aprenden de la experiencia que acumulan en su oficio. Creen que eso lo es todo”, remató. Volvió entonces a su ciudad y le dijo a todo el mundo que debían preocuparse no sólo por la educación de los niños, sino por la continua educación de los adultos productivos. Pero pocos hicieron caso. La gente siguió feliz como de costumbre, riendo por las calles, comiendo, asistiendo a las reuniones sociales que parecían ser el único combustible para la prosperidad y, claro está, aprendiendo de sus propias experiencias. Pasaron décadas y Anegatrac avanzaba pero siempre más lento que el resto. Las pocas empresas emblemáticas de la ciudad fueron poco a poco absorbidas por comerciantes de los pueblos vecinos, hasta que más de la mitad de toda la economía llegó a ser dominada por ellos. A los locales no les restó más que contentarse con los negocios más pequeños y con una que otra gran empresa que aguantaba como podía la implacable mareta foránea. Anegatrac parecía destinada a ser absorbida por los vecinos, que sin dudarlo, daban tres vueltas a los locales, excepto en el arte de la gracia, de la palabra y del compartir con los amigos. Adivina adivinador, ¿de qué pueblito estoy hablando? Si lees diferente el título entenderás que hay que actuar para darle vuelta a la historia. Si aprendes de ella habrás descubierto la clave para esta época en la que el mundo avanza vertiginosamente: todos los días debes capacitarte para hacer mejor lo que haces, y así ayudarás al pueblito a crear riqueza. Es el cuchillo para zafarnos del amarre. *Director de Criterium; Investigador de mercados; mercadólogo; asesor estratégico gerardo@criterium.com.co

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