Hoy debí sumar años. El resultado fue 43. Demasiados para escarbar la nostalgia. Se corre el peligro de quedar sumergido en un mar de vida incompleta, añorada. ¿Quién puede asegurar que alguien que recuerda no quiera volver y quedarse en uno de los meandros imposibles de la vida vivida? Siempre el riesgo: ya no se es el mismo de antes y el espejo compasivo nos devuelve las transformaciones imperceptibles, las huellas de las alegrías, y los rasguños de las contrariedades. Hoy entregué la llave, pequeña y de cobre sudado, del apartado aéreo que alquilé por años. Si la juventud es errancia, nada mejor que tener ese pequeño anclaje de certezas para los amigos, amores, acreedores que han perdido la pista de nuestro nomadismo y las señas de nuestras escampadas. Me había resistido a dejar esa pequeña caja de sorpresas y esperas que mi amiga Gabriela llama la casita de las cartas por no ceder a la idea de progreso sin finalidad que empuja al mundo y sus creaturas en su desigual avance o retroceso o acomodo a la obstinada realidad y su dura, incorregible persistencia. Antes, yo había perdido la batalla de mantener en la casa a la señora que llegaba cada sábado y entregaba un envuelto de tela, tan oriental, con la ropa que lavaba. Ejercía su oficio de lavandera en uno de los manantiales sobrevivientes de los caseríos de la sabana y ponía la ropa mojada a secar al sol picante del páramo. Cuando quedé derrotado, sin argumentos, pregunté el motivo que nos llevó de la dulce y fuerte Teodolinda a la rugiente máquina Whirlpool. Dora Bernal me confesó que la ropa tenía dos lavadas porque los hijos de Teodolinda la usaban. Me pareció una mejor razón para mantenerla. Esa función social de la ropa, ni San Francisco de Asís la imaginó, aunque algunas veces trajeran el pachulí preparado con hierbas que se untaba la hija mayor de la lavadora para seducir parejo en los asados con música y revolcadas clandestinas. La verdad es que sigo obstinado en pagar a la lavandera que aprovecha la semana para vestir con ropa ajena a sus hijos, en vez del gasto de energía de la máquina sin rumor de arroyo y sin sol. Mi casita de las cartas quedaba en el sótano de la torre de Avianca, en el Distrito Capital, enfrente de los entrañables templos de San Francisco y de la Tercera Orden. Como habitación de hotel de confianza tuvo el número 19925. Resistió el incendio de ese edificio en los años setenta. Como propietario responsable miré los destrozos del incendio y su reconstrucción. Y me internaba cada semana en los corredores de ese Castillo de Kafka. Antes o después uno se iba a un café a abrir los sobres o a rumiar la ausencia de letras. Una tarde leí incrédulo el aviso que advertía el traslado de los apartados a la calle 57, en el Chapinero maltratado. Ocurre en Colombia: el que manda, manda, y los demás...aunque paguemos. Me sometí a la destrucción del rito. Antes de un año, otra mudanza, a la calle 53. Mi casita quedó a ras del suelo. Sólo recibía los cobros del banco y una revista. Resistía. Recordé a la mujer que me escribió de Alaska. Preguntaba con cruda incertidumbre si aún usaba ese apartado. Había olvidado mi nombre. Los sufrimientos devastan de la memoria los instantes de sosiego feliz. ¿Era yo? Detalles así me sostuvieron. Hasta hoy. La vida se niega al pasado. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com
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