Columna


Arte y muerte (2)

ROBERTO BURGOS CANTOR

12 de septiembre de 2009 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

12 de septiembre de 2009 12:00 AM

Por alguna razón el Cementerio Central de Bogotá, D.C ha trasladado una parte de sus entierros. Supongo que es menos caro lanzar muertos que desalojar vivos. Las ciudades al acompasar su crecimiento a procesos inesperados de poblamiento no terminan de hacerse. Es probable que en un futuro las determinaciones públicas establezcan como en El castillo de Kafka, o en un hotel, cuántos hombres, mujeres, perros, caballos, pájaros, peces, pueden tener domicilio en una urbe determinada y cuántos, de las especies nombradas, pueden residir de paso y por cuánto tiempo. En tanto una traviesa voluntad correctora las demuele, las reconstruye, como si el crecimiento sin horizonte descolocara lo que alguna vez tuvo un sitio que se consideró el mejor, o el que había, y al que terminamos por acostumbrarnos durante siglos, y abuelos y padres e hijos. El primer cementerio que conocí estaba en el recodo donde la calle principal de Turbaco torcía con brusquedad y disolvía su asfalto en la tierra pedregosa, de canales abiertos por los aguaceros y manchas de matojos. Tenía la intimidad promiscua de las poblaciones pequeñas y visitar un nicho era visitarlos todos. El campo de tumbas rústicas pintadas de cal, en orden elemental, un ramo de flores recién cortadas, tenía un solo ángel guardián de almas. Iba con mi madre cada octubre en que ella ponía rosas y decía una oración por la abuela Vicenta. Después fui al de Cartagena de Indias, cada día más feo de abandono, defendido por las flores que vende Felipa quien aprendió a arrullar el sueño de los muertos. Cada quién tendrá sus ritos con los muertos cuya ausencia le duele. He podido observar que en definitiva el hoyo de los muertos es la vida de quienes los queremos: un día aparece un gesto, o se dice una palabra que resulta familiar, o el espejo devuelve una sombra del padre o la mirada de la abuela, o la risa sin intención de la madre. González y Salcedo propusieron “rendir un homenaje a los muertos que pasaron por ese lugar y, a la vez, haciendo un llamado a la memoria para que las nuevas generaciones reflexionen sobre la violencia y la pobreza en Colombia”. Pasaron años con los columbarios vacíos, abiertos. Algún día quienes transitaban por la calle 26, además del parque y el caballito de Botero, vieron una leyenda en la viga alta de los columbarios. El primer grafito oficial. El alcalde de la época, Antanas Mockus, escribió: la vida es sagrada. Hubiera preferido una sentencia sin resonancia religiosa, más seglar. Que aludiera al respeto, la nobleza, la belleza, de la vida como valores forjados en la convivencia. Sin embargo la frase de Antanas abría la posibilidad a un parque para reposar del vértigo urbano, o a un templo. Beatriz González a la usanza de los decoradores de cementerios preparó unas lápidas con las figuras de dos cargueros de hamacas o lonas que llevan algo. La artista dice que un cuerpo muerto. El mensaje es explícito. Hay que llenar las tumbas. Me pregunto por qué el arte recomienda lo obvio, lo tradicional. No será convulsivo llenar de vida la muerte. Proponer la vida como destino y quizás esa ambición nos obligue a respetarla. Tal vez. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com

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