El nexo que todo el mundo supone entre la democracia electoral y el régimen republicano no siempre existe. Casos estamos viendo en que la legitimidad que surge de las elecciones sirve de justificación a una dictadura real, que utiliza, en la práctica, distorsionándolos, los mecanismos institucionales. Es otra modalidad del cesarismo democrático exaltado por Laureano Vallenilla Lanz, el José Obdulio del general Juan Vicente Gómez. Cualquiera diría que esto es absurdo. Sí, aparentemente, si nos atenemos a la prédica de los analistas políticos. Pero los tozudos hechos demuestran lo contrario. Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela avalan la tesis de la cohabitación de la democracia electoral con la dictadura real. En Colombia nos salvaron de ese extravío la Corte Suprema de Justicia y la Corte Constitucional. El dúo conyugal Kirchner-Fernández –otra versión maquillada de Perón y Evita o de Perón e Isabelita– manda untándole arbitrariedad al origen legítimo con que gobierna la pareja. Tiene el mérito de que lo hace alineando un Congreso en el que carece de mayoría, y doblegando –sabrá Dios cómo– a las jerarquías judiciales, y con la ñapa de un cobro paralelo de facturas de cuando don Néstor y doña Cristina fueron montoneros. Rafael Correa detuvo en su país el deporte de tumbar presidentes que practicaron, durante varios períodos, los sectores políticos y las etnias disidentes. Estabilizó la relación pueblo-gobierno ejerciendo su poder con tino e invadiendo los demás con una estrategia que juntó populismo y autoritarismo con crecimiento económico e inversión social. Pudo, por tanto, convencer a sus constituyentes de que le expidieran una Constitución sobre medidas. Daniel Ortega, el hijastricida de Nicaragua, también reelegido, no podía quedar por fuera del molde de una izquierda vocinglera que lo aproxima más a Chávez y a los Castro que a Lula y a los posallendistas. Sin embargo, ha sabido sintonizar su cesarismo con las formas democráticas, urdiendo alianzas y pactos, para que sus compatriotas inconformes no digan que así como viste piensa. Por una estupidez política de la escindida oposición venezolana, Hugo Chávez se volvió presidente, legislador y magistrado. Sus adversarios le confirieron poder absoluto creyendo que su retiro de unas elecciones de mitaca deslegitimaba la conformación de un Congreso homogéneo. De ahí que allá, en la patria de Bolívar, no haya control político y que la Asamblea Nacional se hubiera especializado en la aprobación leyes habilitantes, mediante las cuales se faculta al Gobierno para que legisle a su antojo. Con menos proyección que los cuatro caballeros anteriores, y tan obediente como doña Cristina, Evo Morales completó, con su estilo de agitador que sabe desamarrar los impulsos, el sexteto de los cesaristas que cambiaron la geopolítica de América Latina, claro que no tanto como para que sientan –todos son vanidosos– que fueron ellos los iluminados que sustituyeron el juicio de Dios (el derecho divino de los reyes) por el de la historia (la soberanía popular) ¿Cuánto durará ese mapa con los giros en Brasil y Chile? Pero, bueno, atribuyamos la insolencia a que las sensaciones puras suelen mezclarse con las ideas impuras. *Columnista y profesor universitario carvibus@yahoo.es
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