Columna


Chávez y los otros caudillos

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

03 de febrero de 2010 12:00 AM

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

03 de febrero de 2010 12:00 AM

Según encuesta reproducida por la prensa capitalina la popularidad del presidente Chávez descendió de marzo a octubre del pasado año 15 puntos. Y todo parece indicar que tras 11 años en el gobierno la situación política venezolana se deteriora de manera incontrolable, hasta el punto que no hay señales de que vaya a mejorar en el inmediato futuro. La trayectoria del hombre fuerte de Venezuela y las circunstancias que lo rodean no constituyen de ninguna forma un caso aislado. Pese a las peculiaridades de su estilo, Chávez no es sino la representación extrema de una vieja tendencia, que parecía superada, y que amenaza con ocupar de nuevo el lugar central de la política en nuestros países. Me refiero a la presencia dominante de los gobiernos autoritarios, encarnados en personalidades carismáticas, reencarnaciones de los viejos caudillos. Pero es también, sin lugar a dudas, el síntoma más evidente del gran fracaso de las democracias latinoamericanas, la más nítida expresión del profundo descontento de los pueblos con sus clases dirigentes tradicionales, y en particular del escepticismo, por no decir incredulidad, ante las promesas reiteradas y pocas veces cumplidas de bienestar y progreso. Chávez más que el producto de su propia grandeza, que estamos cansados de comprobar no la tiene, es la consecuencia de la mediocridad de la élite del país hermano. Sin los niveles asombrosos de corrupción y de incapacidad de los políticos de los partidos tradicionales, jamás el pueblo venezolano se hubiera fijado en el locuaz militar. Pero, aún cuando no lo creamos, esa gente anónima y casi siempre despreciada llega un momento en que se cansa de tanto político inútil y corrupto, y toma las riendas de la historia, para bien o para mal. Entonces surgen los Chávez. Algunos de mejor talante que otros, pero al final dueños todos de una personalidad autoritaria y narcisista, convencidos de que son algo así como los mesías enviados por Dios a llenar de dones a los humildes moradores de estas tierras. Se instalan en el gobierno, y es tal la sed de poder, que se enemistan muy rápidamente con las viejas instituciones democráticas, a las que perciben como trastos incómodos, atravesados en su camino, obstáculos en el ejercicio de su voluntad de mando. Logran estos caudillos mantener la simpatía de las masas durante un buen tiempo, gracias al estilo demagógico de comunicación directa con los más pobres, y también al efecto de medidas populistas, pero invariablemente los ciega ese mismo poder que tanto disfrutan. Y la consecuencia es que surge una nueva casta de dirigentes tan o más corruptos que los anteriores –algunas veces son los mismos que han cambiado hábilmente de partido, y ahora le sirven al nuevo mesías. Al rato los pueblos comienzan a acusar los malos resultados de esa forma cada vez más arbitraria de gobernar, de los excesos de un gobierno que ha eliminado todos los controles de la democracia. Cuando quieren reaccionar se encuentran, casi siempre, conque son ahora la víctima de su propio invento: el caudillo no está dispuesto a abandonar el poder a las buenas: será necesario un nuevo baño de sangre. Y en ese momento sólo la suerte decidirá cuantos tendrán que morir y de qué tamaño será el sufrimiento para restablecer la democracia. *Historiador. Profesor de la Universidad de Cartagena. alfonsomunera55@hotmail.com

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