Columna


Civilización vs. Barbarie

VANESSA ROSALES ALTAMAR

05 de julio de 2009 12:00 AM

VANESSA ROSALES ALTAMAR

05 de julio de 2009 12:00 AM

Conducir es un acto subestimado. Es una actividad que, personalmente disfruto por una razón primordial: requiere absoluta sincronía con la máquina. No precisa premeditación; es una ejecución fluida, automática. Y eso, al menos para alguien caviloso o propenso a la autorreflexión, constituye una acción relajante. Pero en Cartagena conducir es una pesadilla. Un acto de ira, una razón para la neurosis. Los conductores se rehúsan a usar las luces direccionales, un cambio de carril puede representar un lance riesgoso, cuyo efecto acaba por ser un grito desesperado, acompañado por una mano fijada largamente en el pito. La rabia, el estruendo. Los peatones esperan en vano la piedad de algún conductor que lea las enormes señales de zebra. Los semáforos en verde parecen una inútil indicación al encenderse: nada pasa, durante largos y valiosos instantes nadie anda. Entonces se generan absurdos embotellamientos donde no los hay. Pasado el estancamiento momentáneo, uno descubre que no había choque, no había marcha, no había nada: lentitud o desdén a la hora de leer las luces del semáforo. Dos automóviles son capaces de detenerse en plena calle para que sus conductores conversen tranquilamente. La velocidad e insolencia de los conductores de buses propician un nudo en el vientre, vértigo, un ligero roce con la muerte. Pero lo que más, más reta mi entendimiento es por qué nadie puede limitarse a un solo carril. ¿Por qué, me pregunto a diario – con ira, con neurosis – por qué mis conductores pares insisten en mantenerse fuera de las rayas que separan los carriles? ¿Por qué es tan imposible, tan utópico limitarse a uno solo? ¿Cuánto caos, cuántos pitos, cuántos estallidos silenciosos de ira en incontables automóviles, cuánto tiempo podría ahorrarse con tan ínfimo detalle? Dicen que todo siempre está en los pequeños detalles. Los cartageneros vivimos sofocados por la impotencia. Este es el tipo de ciudad donde asesinan impunemente a una joven voz de la champeta por un brete ajeno; violan a una niña que a duras penas cabe en su uniforme de colegiala, le arrebatan la vida al que sea porque la sangre se enfría con el hambre. Le niegan la entrada a un afrodescendiente en una discoteca de renombre porque la memoria del cartagenero es selectiva y vivaracha: aquí hay mestizaje, sí, adentro se baila reggaeton, claro, pero se olvida pronto que la sabrosura inigualable del Caribe nos la dio una raza maltratada. La ciudad se viste de blanco, como prostituta engalanada si la fiesta es de cachacos. Toda clase de males nos aquejan. Lo sabemos. Y en el mapa está el asunto de la movilidad. Embotellamientos, tráfico, infracciones peliculescas: la revoltosa manía de conducir por calles donde brilla la ausencia de una cultura ciudadana que nos dé, al menos, la posibilidad de transitar la ciudad tranquilamente. Qué placer sería sentir esa sincronía noble con aquella máquina que es el auto. Qué placer creer que sí es viable, a punta de ínfimos detalles, inventarse una cultura cívica. Allí no entran gobernantes, ni burocracia, ni sevicia. Entonces, ¿qué puede hacer un humilde ciudadano como uno para contribuir y mejorar uno de los muchos males que nos cazan? ¿Si son tantos, no podríamos, al menos, actuar en pos de uno, por pequeño que parezca? Una acción cotidiana, repetida e imitada puede llevar a la civilidad. Los exhorto: mantengámonos en un solo carril. Leamos las separaciones en las calles, ahorrémonos furia, tiempo, caos. Creamos en un detalle. rosalesaltamar@gmail.com

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