Columna


Cosas de anfiteatro

RODOLFO DE LA VEGA

09 de enero de 2010 12:00 AM

RODOLFO DE LA VEGA

09 de enero de 2010 12:00 AM

Cuando dos de mis hijos estudiaban medicina en la Universidad de Cartagena, era cosa común y corriente encontrar en cualquier habitación de nuestra casa, en el comedor o en la sala, una calavera, una tibia, un fémur, o los huesitos que conforman los pies y las manos. Concluidos los estudios universitarios y cumplidos los trámites del “año rural”, uno y otro se fueron de Cartagena en busca de estudios de especialización en otras universidades. Así las cosas, los huesos que aparecían por cualquier rincón se convirtieron en una molestia, sobre todo, cuando personas necias e imprudentes preguntaban: ¿Y esa carabela de quién es? Teníamos que explicar que no se trataba de una carabela como las naves de Cristóbal Colón, sino de una calavera de un NN, como tantas otras. Finalmente, cumplida la misión docente de los huesos, éstos resultaban un estorbo, por lo que resolvimos meterlos dentro de una de las bolsas para la basura. No contábamos con la costumbre molestosa de los “basuriegos” de escarbar en las bolsas de desperdicios para sacar lo que, a su juicio, les resulta aprovechable, sin tener el cuidado de volver a cerrar las bolsas. Una vecina histérica formó una alharaca porque de la casa de los De la Vega botaban huesos humanos. Intervino el Inspector de Policía de Manga, don Alfredo Bardi, con el ánimo de investigar lo que ocurría. El señor Bardi, hombre culto, entendió al instante la explicación que le dimos. Lo invitamos a entrar y, a sorbos de unos deliciosos tintos, entablamos conversación agradable. Nos contó Bardi que en una facultad de medicina del país, había un afamado profesor de anatomía, el doctor Próspero Pieschacón. Muy de mañana llegó el profesor al anfiteatro del “Hospital Universitario de Caridad”, donde halló a un grupo nutrido de estudiantes y residentes alrededor de una camilla. Al acercarse comprobó que había un cadáver nuevo; un NN como tantos otros. Pero lo que les llamaba la atención era el miembro viril del difunto, de dimensiones fuera de serie. Pieschacón, hombre estudioso, cortó de raíz el miembro y lo guardó dentro de una bolsa impermeable, con el objeto de, más tarde, conservarlo en alcohol como elemento de estudio e investigación. Cerró cuidadosamente la bolsa y la introdujo en uno de los bolsillos de su chaqueta. Acto seguido, el profesor dictó su clase para, un par de horas más tarde, dirigirse a su casa y almorzar. Al llegar a casa el profesor se quitó la chaqueta y la colgó de una percha. Su señora, doña Verena de Pieschacón, distinguida dama de la ciudad, acostumbraba a fumar de los “Pielrojas” de su esposo. Como era su costumbre, metió la mano en el bolsillo del saco y, al encontrar la bolsa, no resistió la curiosidad de abrirla. Comenzaba el galeno a saborear sus sopas, cuando escuchó el grito de su mujer: ¡Se murió Cara’e Gallo! Y rompió en llanto amargo. El señor Bardi no supo decirnos qué explicación dio Verena a su marido, ni cómo Pieschacón recibió el asunto. Por mucho tiempo más vieron a la feliz pareja viviendo armónicamente. Por otra parte, “Cara’e Gallo” era ya inofensivo. *Asesor Portuario

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