Columna


De institutrices

RODOLFO DE LA VEGA

03 de julio de 2010 12:00 AM

RODOLFO DE LA VEGA

03 de julio de 2010 12:00 AM

Atrajo mi atención un aviso aparecido en la prensa que dice: “Institutriz Bilingüe. Familia cartagenera requiere institutriz bilingüe para atender durante todo el día a dos niños menores de seis años. Para trabajar un mes a domicilio, edad entre los 25 y 35 años. Indispensable experiencia mínima de tres años en este tipo de trabajo. Referencias, favor enviar hojas de vida con soportes al correo (…;)”. Y digo que atrajo mi atención porque en nuestro medio, aún entre personas acomodadas, resulta un poco exótico aquello de una institutriz. Sin pretender establecer un parangón formal, recuerdo que en las viejas familias cartageneras, por regla general con más de tres hijos, se recurría al aya, esa maravillosa mujer que otros denominan nana, nodriza o niñera. Frecuentemente el aya, ya crecidos los niñitos, se queda trabajando con la familia y, entre unos y otra, crece una relación de afecto mutuo. Pero regresemos al aviso en el que se solicita una institutriz. Por la brevedad de la oferta (un mes) se presume que los padres de los niños van a ausentarse y, mientras tanto, necesitan a alguien con suficiente ilustración para guiarlos en las tareas escolares que se originan en un colegio bilingüe. Una institutriz profesional debe ser una persona entendida en urbanidad y con una ilustración académica que la faculte para formar intelectualmente a los muchachos (as) que les pongan a su cuidado. Algunas institutrices dominan más de un idioma, lo que las hace de mayor utilidad e importancia. Yo nunca tuve una institutriz. Con seis hermanos y tres hermanas mayores, amén de mis padres, mi tía y dos abuelas, institutor o institutriz estaban de más. De mis ayas en Panamá y luego en Cartagena, guardo un recuerdo afectuoso. Trabajaba como aforador de la Aduana de Cartagena en 1955 cuando llegó al puerto el vapor “Antilles” con muchos pasajeros procedentes de Europa. Entonces los aforadores éramos los encargados de revisar los equipajes de los viajeros. En nuestra función siempre estábamos acompañados de un funcionario de la Auditoría. Entre el pasaje del “Antilles” venía una familia “Barakat”, compuesta por el esposo, la esposa y cuatro hijos (dos varones y dos mujercitas). Mi compañero auditor, Rodrigo Cabrales, era un barranquillero veterano de la guerra de Corea que, antes de prestar el servicio militar, había sido empleado del Almacén Barakat. Por eso quiso ser muy atento con sus antiguos patrones. Me pidió el favor de atenderlos con prontitud, a lo que yo accedí con el mayor gusto. Recogí los pasaportes de Ismael Barakat, Nubia Amín de Barakat y sus hijos Saúl, David, Ester y Judith Barakat Amín. Cuando ya pegábamos en maletas y baúles las etiquetas de “REVISADO”, se presentó el amigo Cabrales con otro pasaporte cuya titular era Édita Jiménez Atencio. Él me decía que también Édita formaba parte de la familia Barakat, porque era la “meretriz” de la familia. Eso lo dijo una y otra vez. Lo llamé aparte y le dije: “¿Por qué llamas prostituta a la pobre mujer?” Pero él insistía en que era la “meretriz” de los niños. Yo entendí desde un principio que él quería elevarla a la categoría de institutriz. Todo hubiera sido más claro si se hubiera limitado a decir que Édita era el aya de los pelaos. *Asesor Portuario fhurtado@sprc.com.co

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS