Columna


No me cabe la menor duda de que lo mejor de las fiestas novembrinas de Cartagena es su final. Y es precisamente en ese final cuando se inicia lo bueno: las emisoras empiezan a programar las canciones que aluden a la Navidad y la gente se llena de paz, porque Dios comienza a caminar por las calles, como dice Shakira. Pero cuando arrancan las fiestas novembrinas (incluso, desde antes), es todo lo contrario: es el Diablo el que no sólo camina por las calles sino que se le mete en el cuerpo a la gente, y todo adquiere un ambiente de amenaza y de miedo que a uno lo único que se le ocurre es salir bien temprano de su casa al trabajo; y apurar los deberes para que no lo coja el desbarajuste en la vía, mientras regresa a su morada a encerrarse para protegerse de cualquier agresión. Porque es eso lo que se nota: un afán por hacerle daño al otro con la bolsa de agua, con el buscapiés, con la lata de orín o pintura, dizque porque estamos en fiestas, aun cuando el transeúnte demuestre, de una y mil formas, que no está festejando ni le interesan esas malditas fiestas. Todos los años, desde que se mete el mes de agosto, empiezan las “autoridades” a anunciar sus famosos planes para mantener a raya los brotes de violencia, pero a la larga siempre triunfan los tiradores de buscapiés y de porquerías, lo mismo que los atracadores que se visten de negritos y de vigilantes de “retenes”. Sí, son atracadores. Porque amenazar a una persona con hacerle daño, si no da dinero, debe considerarse un auténtico y vulgar atraco. No tiene otro nombre. Qué tradición ni qué nada. La única tradición que se manifiesta con eso es que los cartageneros sólo queremos ser “negros” cuando nos conviene: para pedir plata, por ejemplo. Cosa diferente y agradable eran los disfraces que se inventaban los vecinos para ir de casa en casa haciendo un show y provocando la risa, en pos de unas monedas que la gente daba con mucho gusto. Pero todo eso se acabó. Ganaron los vándalos. Siempre ganan ellos. Desde que tengo uso de razón, todos estos años he venido escuchando que a las fiestas novembrinas y al Reinado de Belleza se lo quieren llevar los cachacos para Bogotá; y esa ha sido la gran preocupación dizque cultural de quienes, de una u otra forma, se lucran de ese desorden. En lo que a mí concierne, me importa un pito si se las llevan o no. Es más, me alegraría muchísimo el día que las suspendan definitivamente. Y que no se crea que no quiero a mi ciudad, pues —lo digo a boca llena— me siento cien veces más cartagenero que cualquiera de los que se desviven todos los años por salir a fregar la vida en el mes de noviembre. Es sólo que con la falta de autoridad que padece Cartagena, uno —como ciudadano de bien y padre de familia— lo que menos desea es sentirse amenazado, angustiado y pensando siempre en que alguna tragedia le puede ocurrir a sus hijos, esposa o hermanos, mientras se vean en la obligación de salir a la calle a realizar cualquier diligencia que no tenga nada que ver con fiestas. Si durante los meses normales, los cartageneros (desde el más pobre hasta el más rico; y desde el más ignorante hasta el más ilustrado) hacemos lo que nos da la gana, sin importarnos el prójimo y sin que las “autoridades” muevan un dedo a favor del orden, ¿por qué tendríamos que pensar que será diferente cuando llegue noviembre? Ralvarez@eluniversal.com.co *Rotaremos este espacio entre distintos columnistas para dar cabida a una mayor variedad de opiniones.

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