Columna


El Gitano

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

10 de enero de 2010 12:00 AM

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

10 de enero de 2010 12:00 AM

En el límite entre los decenios de los sesenta y los setenta, en Buenos Aires se hablaba del tango como un patrimonio del pasado. La nueva generación andaba en otra onda, fascinada con otra música y otros ruidos. El turista que quería escuchar los aires tradicionales tenía que ir al Bar Unión, Caño catorce, El viejo almacén y la Casa de Gardel. Fuera de allí, todo era rock o baladas románticas. El lugar de los viejos mitos lo ocupaban Sandro, Piero, Leonardo Favio, Palito Ortega y Luis Aguilé. Los muchachos tenían razón. Si la Argentina se había abierto a la inmigración, y sus ciudades principales vivían atiborradas de gente de otras latitudes y culturas, era explicable que los jóvenes que descendían de extranjeros, en su mayoría, acogieran ritmos más acoplados a sus gustos y a la vida veloz de un siglo avanzado y tormentoso, en el que los talentos de artistas e intérpretes destacados desde niños revolucionaban el mundo musical: Elvis Presley, Little Richard, Bill Haley y Los Beatles, después. Uno de los talentos receptivos a esos cambios fue el de Roberto Sánchez, encaminado a imitar en sus inicios el modelo Presley, por su atractivo innegable, pero obediente a los impulsos de un estilo personal que le despejó las sendas de la popularidad, la fama y el dinero. Sin embargo, la influencia del hombre de Heartbreak Hotel, con sus movimientos de cadera y su música “pervertida”, lo había hecho figura. Él mismo reconoció que el rock lo había salvado del compadraje y de las cárceles. Tal vez la sangre de un abuelo húngaro lo sustrajo de las seducciones del folclor vernáculo. ¿Por qué Sandro y no Roberto Sánchez? Porque las autoridades porteñas, al momento de ser registrado por sus padres, se rehusaron a hacerlo con ese nombre. Fue lo primero que se le ocurrió, en un arrebato de rebeldía, cuando el pibe que había dado sus pasitos de cantante con la guitarra de Enrique Irigoytía y en dúo con él, saltó de las verbenas de Valentín Alsina, su suburbio, al primer éxito como solista en la compañía de Los caniches de Oklahoma, con quienes grabó su primer single, un rock en español. Del rock, unos cuantos boleritos y por allá un tanguillo aislado de vez en cuando, el rockandrollista se pasó a la balada latina sin abandonar las muecas y carantoñas con mensaje de sexo de su etapa anterior. Irreverencias suyas para que lo reverenciaran las mujeres. El desenfreno llegó hasta el extremo de que las prendas interiores de sus fanáticas comenzaron a caer en los proscenios, igual en la Patagonia que en El Paso. El fenómeno Sandro se consolidó con el lleno hasta las banderas del Madison Square Garden, las doce películas que filmó y más de cuarenta álbumes vendidos por el mundo, renovándose siempre y mereciendo los oros de premios como el de la Asociación de Cronistas del Espectáculo de New York, el Carlos Gardel de Buenos Aires y el Grammy latino de Los Ángeles, por su excelencia como autor y cantante. Las apoteosis del Luna Park y el Maracaná no tuvieron antecedente. Le faltaba un Esquilazo: la tragedia. También la obtuvo. Un lento suicidio con nicotina y alquitrán lo fue dejando sin corazón ni pulmones, pero vigente en el arte. Por eso murió en gloria, como los grandes, pero alejado de un público que sólo volvió a congregarse para lamentar su muerte. *Columnista y profesor universitario carvibus@yahoo.es

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