Hay libros que, por motivos que no acaban de conjeturarse, se vuelven un oráculo de las acciones humanas, de las características de un país, de sus bienaventuranzas y de sus desgracias aceptadas como fatalidades.
Ocurre con las aventuras de don Quijote. Es tal el poder de atracción de su poesía que los profanos lo leen como arcanos portadores de una sabiduría no terminada de asimilar. Sus voceros son capaces de batallas campales por obtener la calidad de intérpretes legítimos. Aspiración ésta que además de imposible parecería prolongar el episodio de los libros capaces de enloquecer al lector. De enfermarlo de imitaciones delirantes.
A pesar de ello y de las miles de tesis, el Quijote quizá constituye un emblema persistente, indestructible, de la libertad. Basta contar los años desde 1605 hasta hoy. El vertiginoso desarrollo de la ciencia y las tecnologías; la espantosa devastación de lo humano, el debilitamiento del esfuerzo noble de los seres por hacer del lobo su hermano.
Empieza a suceder lo mismo con Cien años de soledad. Es frecuente que diversos autores se refieran a esa novela como la Biblia de la región. Se ha dicho tanto de ella que quienes no la han leído la citan como si la hubieran leído. Asunto semejante pasa con Don Quijote.
La novela irradia un significado, reductor de cierta manera, que terminó por impregnar el resto de las novelas, valiosas y transgresoras, de Gabriel García Márquez. Esto no tiene importancia para Cervantes puesto que nadie lee las Novelas Ejemplares bajo el desquicie de la locura del caballero andante. Ni tampoco para Tolstoi, quien creó dos orbes de horizontes diversos en Guerra y Paz y en Ana Karenina.
Es probable que las construcciones sociales y culturales de nuestros países, todavía jóvenes, sean precarias y requieran apelar a las ficciones de la literatura para fortalecer la imaginación y potenciar su capacidad de comprensión azotada por los vendavales de vértigo que nos llevan a destruir con facilidad lo levantado con inconstancia y a olvidar sin vergüenza.
De alguna manera el empeño y voluntad moral de autores que en su momento no entendimos fueron la única referencia para conocer la estructura de tenencia de la tierra, la situación del campesino o del indio, la injusticia y ciertas costumbres. Como si la literatura hubiera puesto esos conmovedores documentos mientras llegaban las ciencias sociales.
Cien años de soledad -no es necesario repetir sus inmejorables logros estéticos-, ha generado a la mejor manera de los libros de caballería, una confusión. Ella consiste en ese equívoco intencionado y mayoritario de aceptar que los crímenes son justificados por una naturaleza especial que nos hace portadores del absurdo, con el único credo de las supersticiones.
Contra esa añagaza ha escrito Lacydes Cortés un libro riguroso, sin concesiones, de abundantes argumentos, valiente, que tituló Variaciones sobre un tema de García Márquez. Si tuviera que mencionar una de sus perspicacias me referiría a aquella que vincula las acciones de los personajes de la novela con la mejor tradición culta de Occidente. Ello rechaza las tolerancias compasivas de quienes nos siguen mirando como productos de la barbarie y el arcaísmo.
Hay que leerlo.
*Escritor
Este es un espacio de opinión destinado a columnistas, blogueros, comunidades y similares. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores que ocupan los espacios destinados a este fin y no reflejan la posición u opinión de www.eluniversal.com.co.