Columna


Estatua

ROBERTO BURGOS CANTOR

12 de febrero de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

12 de febrero de 2011 12:00 AM

Hace pocos días el presidente de Rusia, Dmitry Medvedev, descubrió o inauguró o bautizó o bendijo ¡vaya uno a saber! una estatua.
Reproducía la imagen de Boris Yeltsin de cuerpo completo. Parecía salir de un obelisco de piedra entera. La fotografía que asomó a los periódicos dejaba ver del mismo color gris liviano la pieza mineral de la cual surgía Yeltsin y su traje de corte occidental impecable. Lejano al ropaje de un mujik. Había sido mandatario de la desmoronada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Durante ese abrazo a Occidente arrastró el antiguo talante autoritario, la fidelidad a la vodka y la pasión por el lujo. Pero la estatua no trastabilla, ni ostenta diamantes, ni grita órdenes.
¿Qué habrá en estos ejercicios de inmortalidad imposible que pretenden retar al olvido?
Como por lo general cada acto humano involucra consecuencias arrastradas por el designio principal, me hice varias conjeturas.
Acaso en las estatuas cuyo encargo tiene una finalidad precisa, homenajear, conmemorar, festejar, agradecer, o la simple vanidad, o la discutible ornamentación, o intervenir el paisaje, acaso en cualesquiera de los anteriores propósitos podría asomarse un toque artístico.
Son muchas las obras que en la estatuaria trascendieron su fin inmediato. Un logro del arte. Así con los años fueron admiradas por su enigma y su esplendor estéticos y no por la desaparecida humanidad que alguna vez encarnaron. Ocurre incluso con los modelos  de los cuales se sirvieron Rodin, Benvenuto Cellini o Darío Morales, para sus creaciones.
A pocos les importa.
¿De dónde vendrían las figuras de Giacometti tan relacionadas con los secretos del movimiento o la sensualidad misteriosa y llena de esplendor de Brancusi? ¿Qué buscaban en esa tortura de la forma, en ese hallazgo del espíritu de la materia? ¿Qué nos dan?
El Boris Yeltsin que sale cual fantasma sin levedad de la piedra, me interrogó. Son recordables los años en los cuales la caprichosa y volátil voluntad de los hombres y las mujeres enfrentó a dinamita y maza, a cañonazos y rabia, la colección de rostros, cuerpos de piedra y de metales con los cuales se elevaba por encima de las gentes un culto a un hecho, una acción, una obra. Sin compasión volvían al polvo de las calles y plazas, al blando césped de los jardines las pesadas figuras de Lenin y de Stalin, los zapatos poderosos de Nikita como los del poema de Luis Carlos López, la pluma, ni cervantina ni tolstoiana, del camarada Breznev.
A pesar de tales rechazos que muestran el cansancio de las mujeres y los hombres y los niños y las niñas, con un pasado que pesa demasiado y que de repente les permite comprender que ya no les pertenece, que no sirve de lastre en las mareas del universo, a pesar de los sacudimientos, nos empeñamos en los mismos rituales de cementerio municipal.
Es un enigma aquello que convocará a los muertos y a los vivos para continuar el tejido de humanidad que llevará la navegación humana al puerto que nos merecemos y que a veces se pierde en los espejismos idiotas.

*Escritor

rburgosc@postofficecowboys.com

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