Cuando Virgilio Barco fue elegido presidente en 1986 se propuso implantar un nuevo esquema para el manejo del Estado que denominó “Gobierno-Oposición”. Se trataba de superar los vestigios del viejo esquema del Frente Nacional en el que los dos partidos tradicionales se repartían con precisión milimétrica el poder, es decir el manejo de la burocracia estatal: un puesto para mi, un puesto para ti, era la regla del juego político con la cual los hermanos godos se aseguraban una buena parte de la tajada burocrática a pesar de ser minoría. El objetivo de Barco era modernizar la democracia colombiana para que funcionara como en países con mejores instituciones, donde el partido político que gana las elecciones asume todo el gobierno y toda la responsabilidad de desarrollar el programa por el que votaron los electores, y los partidos que perdieron se dedican a la oposición, es decir, que desde afuera del gobierno ejercen la vigilancia crítica de las ejecutorias oficiales y proponen sus alternativas con la esperanza de ganar las siguientes elecciones. Por supuesto en los temas de interés nacional, como las relaciones exteriores, se busca el consenso y se minimizan las diferencias entre los partidos. A primera vista podría decirse que Álvaro Uribe ha desarrollado al máximo este esquema de Gobierno-Oposición, porque pocas veces en la historia reciente del país se ha llegado a una polarización tan radical entre los partidarios del presidente y sus opositores. Sin embargo, a diferencia del esquema de Barco, el de Uribe no representa un avance de la democracia sino un retroceso y un debilitamiento de las instituciones; no conlleva un fortalecimiento de los partidos sino la implantación del caudillismo que tanto daño ha hecho en otros países de América Latina. En primer lugar porque Uribe nunca ha querido hacer un gobierno de partidos. Es cierto que el partido Conservador ha sido “la fuerza que decide”, es decir el apoyo principal a las iniciativas oficiales, (a cambio de una buena cuota burocrática para mantener a la clientela), y que dirigentes de este partido afirman que Uribe es el mejor exponente de las ideas conservadoras, pero el presidente no se decide a afiliarse a este partido ni tampoco a crear uno que refleje su ideario político. Por el contrario ha alimentado y mantenido una diversidad variopinta de movimientos y partidos cuyo único elemento común es la figura del caudillo. De otra parte Uribe ha borrado los límites entre el gobierno y la oposición. Con una maestría política y mediática envidiable, el presidente se ha convertido en jefe del gobierno y a la vez líder de la oposición a su propio gobierno. Eso es lo que reflejan las encuestas donde más del 70% tienen una opinión favorable del presidente y de su gestión, pero solo la mitad cree que el gobierno está haciendo las cosas bien, e inclusive una mayoría raja al gobierno en temas tan cruciales como el empleo y la reducción de la pobreza. ¡Como si el presidente no fuera la cabeza del gobierno y el responsable de sus resultados! Los consejos comunales donde el presidente regaña a sus ministros por los errores en sus políticas son el mejor ejemplo de esta doble función, pero hay otros muy recientes. El presidente se muestra preocupado por la revaluación y exige a las autoridades que hagan algo para controlarla, el mismo día en que su Ministro de Hacienda anuncia la venta de bonos por 1.000 millones de dólares, con lo que genera más presiones para la revaluación. O ante el escándalo de los millonarios regalos de AIS a los amigos del presidente, es él mismo quien sale a pedir que se devuelva esa platica y a regañar a los ministros por dejar que sucedan estos hechos, como si hubieran sido a sus espaldas y él no tuviera ninguna responsabilidad por esas políticas. macabrera99@hotmail.com
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