Columna


Huérfanos de la amistad y de la música

MARIO MENDOZA OROZCO

17 de septiembre de 2009 12:00 AM

MARIO MENDOZA OROZCO

17 de septiembre de 2009 12:00 AM

Intentar una necrología de Rafael Cepeda Torres es imposible sin usar las palabras comunes a todos los elogios, aunque sean, como lo son en mi caso y estoy seguro que en el de la mayoría de las personas que lo conocieron, sinceras y ausentes de adulación. ¡Quién diría que no fue lo que todos ya sabemos, y que trasciende el significado habitual de las palabras! Un hombre bueno, noble, de buen gusto, espléndido anfitrión, todo un caballero cuya muerte nos ha dejado huérfanos de su amistad y de su fervor por la buena música. Lo conocí cuando yo era un niño de pantalones cortos que tocaba en los segundos violines de la Orquesta de la Escuela de Música de Cartagena. Ya él era “el doctor Cepeda”, y desde entonces –me parece– su modo de ser no sufrió cambios significativos, por lo menos que yo los percibiera: siempre cordial, tocaba la parte de violín que le correspondía con seriedad, pero con una contagiosa pasión que jamás lo abandonó. A su lado, bajo la batuta de los maestros Zino Yonusas y Adolfo Mejía, recuerdo aún los ensayos y la presentación posterior de obras como La Sinfonía Inconclusa de Schubert, La Pequeña Serenata Nocturna de Mozart, La Sinfonía Italiana de Mendelssohn, y otras que se me escapan. Fui creciendo y siempre me encontraba con el doctor Cepeda en cualquier actividad relacionada con la música. Así, por iniciativa de Inés Pfaff, mi profesora de violín para entonces, cuando era ya un joven adolescente de unos quince años, formamos con él y otros músicos un grupo de cámara que ensayaba en la casa de Inés, en la Plaza del Tejadillo. Tiempo después, el estudio de la medicina, la especialización, el ejercicio profesional y las responsabilidades crecientes como padre de familia me alejaron no sólo del estudio de la música, sino también de la ciudad. Pero tuve la fortuna de volver a recuperar la amistad de Rafa, como todos lo llamábamos con cariño y respeto, al recibir la invitación de asistir a las tertulias musicales que todos los domingos, salvo contadas excepciones, realizaba en su apartamento en horas del mediodía. Allí íbamos no sólo a escuchar música, sino a compartir la alegría de ser sus amigos, hecho que siempre consideré como una distinción. La tertulia terminaba generalmente un poco antes de las cuatro de la tarde. Al despedirnos con frecuencia nos preguntaba: ¿les gustó? con un sincero interés que iba más allá de una fórmula rutinaria de cortesía. Así se repetía domingo tras domingo, durante muchos años, esa bendita reunión que era ya como una institución cultural de Cartagena. El domingo pasado estaba bastante decaído, pero no quiso dejar de hacer la tertulia. A eso de las tres de la tarde decidimos retirarnos porque lo notamos muy cansado. Cuando me tocó el turno de despedirme, levantó su mirada limpia, lúcida como siempre a pesar de su enfermedad y me dijo: “¿Te gustó? ¿Lo pasaste bien?” Yo sabía lo mal que estaba y me conmovió la honesta sinceridad de su pregunta. Le respondí: “Rafa, yo siempre lo paso bien en tu casa”. Me despidió con una sonrisa y esa fue la última vez que nos vimos. *Rotaremos este espacio entre distintos columnistas para dar cabida a una mayor variedad de opiniones. mmo@costa.net.co

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