Admito que nunca me encanté con sus arrebatos, ni siquiera cuando desconoció las advertencias de los militares y desafió las amenazas de los comandantes de la Farc, por más acertado y heroico que hubiera sido anunciar que se resistía a que en Colombia existieran territorios vedados, mucho más si la prohibición de tránsito provenía de aquellos que habían incurrido en el desatino de despreciar la oportunidad de incorporarse a la sociedad, a pesar de la generosidad exhibida por un pueblo que respaldó el proceso de paz ofrecido durante la campaña presidencial de 1998. Fue un proceder, como otros que había protagonizado en el Senado, que denotaba ingenuidad, insensatez y arrogancia. Tal vez supuso que su osadía contribuiría a acrecentar su caudal político y disuadiría a quienes habían cerrado la posibilidad de entendimiento a través del diálogo y centrado su accionar en atemorizar, eliminar o neutralizar a todo el que se opusiera a sus designios dentro de lo que consideraban sus dominios. Por eso no previó que se iba a inmolar a cambio de nada, que al final sólo despertaría lástima, entre otras razones, por haber desempeñado el rol de la prepotencia del individuo contra la demencia del colectivo. Y yo, también debo admitirlo, como la mayoría, sentí pena por ella. Me conmoví no sólo cuando difundieron las fotografías que la mostraban encadenada o derrotada por los padecimientos que soportaba en la selva durante el secuestro, sino cuando descendió del avión en que la transportaron luego del rescate. Iba a enfrentar las consecuencias del despilfarro que propició. Pronto dejaría de ser el epicentro de las noticias, el argumento de quienes estimábamos que mantenerla allá era otra injusticia, o el emblema de aquellos que apoyaban su redención con bayoneta. Así fue, por lo menos hasta cuando se anunció que había radicado una solicitud de conciliación para pedirle al Estado que se le indemnizara por los daños que sufrió con ocasión del secuestro. Aunque, como la mayoría, anticipo un fracaso en la reclamación de Ingrid Betancourt, considero que estábamos ante un acto de lucidez y valentía, que si bien acentuaba su falta de tino, nos ponía otra vez ante la mujer con el ímpetu suficiente para no amilanarse e ir en contra de todos si su obstinación lo requería, pues una de sus razones para demandar fue que la demora en devolverla a la libertad no sólo le prolongó sus sufrimientos y los de sus parientes, sino también la merma de sus caudales, en especial el político, que de seguro ya no le alcanza para aspirar al Concejo de una ciudad intermedia. Pero Ingrid se retractó, abdicó y sucumbió frente a esa mayoría que rechaza a quienes reclaman del Estado por las omisiones o tardanzas en que pueden incurrir sus agentes cuando no cumplen sus deberes. ¿En dónde quedó la Ingrid que no rehuía el combate y esgrimía sus argumentos aunque se la tildara de rebelde? ¿Será qué, como la mayoría, se acostumbró a no disentir, porque hacerlo conlleva al marginamiento y, es entendible, a nadie le gusta que lo marginen? Tal vez Ingrid, aunque tarde, entendió que en la Colombia de hoy la abyección produce más réditos que la autodeterminación. *Abogado y profesor universitario. noelatierra@hotmail.com
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