Columna


Impresiones vaginales

NADIA CELIS SALGADO

22 de febrero de 2010 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

22 de febrero de 2010 12:00 AM

Mi amiga comenta cuán pequeño era su bebé cuando empezó a mirarse el pene y a jugar con él como si fuera un arma. Un arma. Algo en su subconsciente lo asocia ya con dominio por la fuerza. La cultura ayuda, por supuesto. Nótense las risas nerviosas y el orgullo paterno ante las exploraciones sexuales de los varones. Compárense con el susto que produce la curiosidad de las niñas, castigada de inmediato para conjurar a la “mala mujer” que amenaza con salir de entre sus piernas. Celebrándosela a los machitos y previniéndola en las chiquitas se siembra la desigualdad en nuestras psiquis y cuerpos mucho antes de que esa curiosidad se parezca al deseo. Para la adolescencia, los unos están listos para atacar, y las otras para aceptar que sus deseos no les pertenecen, es decir, que dependen de ser deseadas por otros. Hay que ver lo que los unos son capaces de hacer para demostrar que saben usar su arma, y las otras de permitir para que nos deseen, nos validen, nos hagan “mujeres completas”. Hace más de una década se concibieron, a partir de entrevistas a cientos de mujeres, los “Monólogos de la vagina,” una obra en la que se celebra la sexualidad y fortaleza femenina como antídoto contra la violencia sexual. La obra inspiró el movimiento del V-Day, cuyo argumento central es que nuestra autonomía pasa por el reconocimiento y la valoración de nuestra diferencia. Pasa, ineludiblemente, por reivindicar las ninguneadas, destrozadas y marginadas vaginas; por sacudirnos tanto mito y práctica que las condena al silencio y la oscuridad; por hacerlas parte activa de nuestras vidas, conocerlas, escucharlas, atenderlas. Cuentan los monólogos que si las vaginas hablaran dirían cosas como “más despacio”, “allí”, “no te desanimes”, “¡allí!”, que vestirían de gamuza y satín, o llevarían un aparato de electrochoques contra visitantes indeseados. Hay monólogos de vaginas felizmente descubiertas, de vaginas furiosas y de mujeres tristes que perdieron su esplendor en brazos de hombres violentos, en sus casas, o en las guerras, en Afganistán, en Kosovo, en el Congo…; en Colombia. El mundo sería más justo y divertido si las mujeres nos conociéramos mejor, y si hombres y mujeres le tuvieran menos miedo a ese triángulo del deseo y la vida. En uno de los monólogos, una madre que ve parir a su hija narra su asombro al ver transformado ese orificio sexualizado en una boca gigantesca que escupe vida. Sólo una sociedad educada en el privilegio del falo puede explicar nuestro poco respeto de la vagina, un órgano tan generoso como el corazón, que se expande, sangra y se sacrifica para dar vida a cuanto desagradecido camina por ahí. Esta vez he tenido el privilegio de ver las reacciones del público desde el escenario, de notar el nerviosismo en risas y gestos, las carcajadas liberadoras de quien se reconoce en los gemidos, y el escozor de quien conoce el dolor tras los quejidos en escena. Fuera de sonrojarse, el riesgo del espectáculo está en que algunos aprendan a ser más considerados y amorosos, y otras a defender su valor, a esperar igualdad y respeto, a no aceptar agresiones ni pretensiones. Se lo recomiendo sobre todo a los padres que quieren ver felices a sus hijas. La lucha por la equidad sexual no es una pelea de mujeres contra hombres, es una lucha por la humanidad. *Profesora e investigadora nadia.celis@gmail.com

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