Columna


Índice de criminalidad

AUGUSTO BELTRÁN PAREJA

09 de enero de 2010 12:00 AM

AUGUSTO BELTRÁN PAREJA

09 de enero de 2010 12:00 AM

Nos cuentan de otra ciudad donde también había fiscales, jueces y policías, pero los mandamientos eran absolutamente contrarios a los nuestros. En ese pueblo de mar con pretensiones de urbe, el decálogo ordenaba matar, robar, maldecir a Dios. Estos preceptos estaban escritos en unas tablas de piedra coralina, entregadas por otro dios a un nuevo profeta, en una turística playa privatizada, en medio de truenos y centellas. Los ciudadanos se comportaban como nosotros. Unos obedecían las leyes y otros no las cumplían. Los animales permanecían al margen. Quien no robaba alguna vez debía ser castigado, investigado por fiscales severos, y perseguido por fuerzas policiales y de seguridad; quien no cometía adulterio corría el riesgo de ser lapidado. Piedra corrida para castigar la honradez y la castidad. Mientras tanto los niños jugaban en las plazas, había desfiles militares, y otra red de cooperantes denunciaba violaciones a las leyes mediante un sistema de estímulos pecuniarios. Cada año el fiscal, el alcalde o algún uniformado lleno de medallas, leía un informe acerca del índice de criminalidad. Según esa lectura la cantidad de delitos que se cometían en aquella estrambótica ciudad, donde imperaban los anti mandamientos de la ley, era exactamente igual a la nuestra. Había el mismo número de reclusos en sus cárceles; los sumarios alcanzaban idéntico nivel en los vetustos salones de los juzgados. Las investigaciones exhaustivas y las burlas en los procesos judiciales eran igual de frecuentes y abyectas. La impunidad era peste. Se realizaban redadas en bajos fondos como bibliotecas, librerías y la acción católica, bellas artes y museos. Se llevaba a las comisarías de madrugada un cargamento de peligrosas beatas, profesores indocumentados y poetas sospechosos. Sólo los animales permanecían al margen. Seguían devorándose o comiendo hierba, sin participar en esa locura. En esa ciudad, también se modernizaron los certificados de “mala” conducta. Se expedían por internet en una ostentación cibernética; se confesaban crímenes no cometidos para aparentar condición de ciudadanos excelsos. Entre nosotros también se confiesan, pero con otra finalidad y razón, por la actuación de fiscales, jueces, y abogados defensores. Muchos prefieren las celdas de un presidio a las “garantías” de audiencias y procesos judiciales. En Cartagena con policías armados de bolillos no tuvimos la ola de crímenes que acogotó otros rincones de la patria. Cuando hace poco llegó esa hemorragia de violencia, las gentes buenas rechazaban la posibilidad de que fuese causada por hijos de esta tierra. Todavía no queremos creer lo que nos está ocurriendo. Pandillas dueñas y señoras de barrios. Un sicariato organizado que supera la seguridad aparente. Muy buenas intenciones, las mejores cifras humanas en la dirección del Estado, modernos sistemas y equipos. Pero no, la maldad y el peligro se tomaron nuestros patios. La explosión agresiva evolucionó de madrazos y trompadas a un Vietnam de ignominia y criminalidad. Todo se resuelve matando. No solo la agresión demencial por una ofensa, sino la desgarradora novedad del asesinato por encargo. Las violaciones. El fleteo. El narcotráfico. La culpa es de todos algo hay que hacer…; *Abogado, ex Gobernador de Bolívar y ex parlamentario.

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS