Columna


Invasiones bárbaras

VANESSA ROSALES ALTAMAR

23 de enero de 2010 12:00 AM

VANESSA ROSALES ALTAMAR

23 de enero de 2010 12:00 AM

Uno de los argumentos más comunes entre los cartageneros de alcurnia es que la ciudad es una de las más seguras en el país. La fisonomía de isla que posee el sector de Bocagrande, Castillogrande y El Laguito alimenta esta idea. Durante gran parte de mi propia niñez y adolescencia, mi entorno social inmediato parecía presenciar los tumultos políticos característicos de la década de los noventa, por ejemplo, como remotos e intangibles. Salvo el nefasto y célebre secuestro sucedido hace unos años, cerca del mismísimo paseo peatonal de Bocagrande, este vecindario es escasamente rozado por la realidad de una inmensa tajada de la población. También, por supuesto, es memorable el episodio de la bomba en el edificio Seguros Bolívar. Pero en términos genéricos esa parte de Cartagena es un lugar intocado y de lujo apacible. Cuando Pirri, el famoso periodista estuvo en Cartagena, todo su posible sensacionalismo albergaba verdades inocultables. Una de ellas es que allí, a escasa distancia del centro amurallado, con sus noches de gala y eventos de alto perfil, bulle un panorama de hacinamiento y podredumbre. De terror y violencia. De hambre e injusticia. No era necesario que Pirri se lo contara al país para saberlo. En Cartagena es bien conocido que en esos barrios distantes y desconocidos para los niños con camiseta Polo y camionetas, muchas personas no tienen agua potable, inodoros, neveras ni los bienes básicos para llevar una subsistencia digna. También es bien sabido que los límites se han fijado con suficiente fuerza como para blindar toda posibilidad de movilidad social. Si en Cartagena se nace pobre lo más probable es que así se muera. Sencillamente porque la estructura social se ha encargado de fabricar esquemas inamovibles. Porque la Colonia no nos ha abandonado. Porque una de las características intrínsecas de la llamada “Heroica” es alimentarse de la experiencia predecible, y del anacronismo. Una de las cosas que aún me producen estupor de Cartagena es cómo la casta social es directamente proporcional al elemento racial, pero en fin. Las últimas noticias indican un asesinato en El Laguito, atracos en hoteles tipo boutique en el ahora glamoroso centro amurallado. Y para hacerle tributo a un horripilante asesinato, hay que acordarse de la mujer italiana que recibió balazos en un paseo turístico. La ciudad bulle desde siempre. No poseo la memoria ni el espacio para enumerar los casos ni las cifras debidas. Pero el asunto es que por mucho tiempo se ha creído que ese hervor está segmentado únicamente en las zonas de marginación. ¿Qué pasará si un día, el hambre sin saciar se subleve y penetre las lindes del intocado Bocagrande? Siempre he tenido este temor. Que la efervescencia que se presume existe allá, en la distancia de aquellos barrios invisibles, busque su camino hacia esas zonas lindas y cómodas, envueltas en una burbuja de ceguera. Si las motos que con movimientos silentes propician balas mezquinas, si los robos propiciados por el hambre cruzan de lado, ¿será posible que algo suceda? ¿Tendrá la realidad que aumentar en los barrios finos, para que se vuelque la mirada sobre los barrios desafortunados? Tal vez entonces podrá desmoronarse la burbuja y quedaremos todos bajo el mismo sino de la realidad. ¿Tiene que suceder tanto para inyectarle esperanza a la armazón social? *Periodista, escritora e historiadora. rosalesaltamar@gmail.com

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