En 244 páginas, el periodista mexicano Gabriel Baudocco logró un reportaje delicioso y minucioso sobre el esplendor y el derrumbe del imperio de Robert Allen Stanford, el captador de dinero que invertía y derrochaba a manos llenas en negocios y placeres, juntando en el mismo cesto la severidad empresarial y las extravagancias individuales El equipo del Grupo Stanford -con sedes en Antigua, Caracas, Houston, Los Ángeles, México, Miami y New York- estaba formado por verdaderos profesionales de la banca, experimentados y vueltos a entrenar en técnicas que incluían tipos de sonrisa y lenguaje corporal en los diálogos con los clientes. Gerentes de cartera, magos en apuestas bursátiles, oficiales de inversiones con otros bancos, especialistas en bonos, tasas, acciones preferentes, fideicomisos y fondos de rendimiento variable, trabajaron como evangelizadores que prometían el cielo mientras el gran jefe enrumbaba la proa hacia el infierno. El equipo de sabios asesores enseñó a confiar a los miles de fieles estafados por la empresa. Las explicaciones convincentes sobre el manejo de un recaudo de US$8.500 millones y de activos totales de US$50.000 millones, disipaban las dudas previas sobre los riesgos posibles del portafolio en oferta. Metidos ya en la manga, los inversionistas recibían en sus correos electrónicos una póliza de tranquilidad con el certificado de la base de datos más prestigiosa del mundo, la Dunn & Breadstreet, calificando el Banco Stanford con el rango de 5A. Todo estaba claro: Stanford era, también, una filosofía de las transacciones más audaces y seguras. "La Socrática", denominaban los promotores su técnica de ventas. El Grupo Stanford no fue, pues, una compañía de financiamiento tradicional, ni una máquina de blanqueo, ni sólo una hilera de evasores, sino una boutique de banca privada al gusto del dueño y de su rebaño de marranitos. Pero los cardenales de aquel Vaticano también llevaron del bulto. Fueron víctimas de su propia evangelización y, como sus desencantados postores, sin derecho a una reparación justa. Se desesperaron tanto como los aportantes desplumados cuando sintieron la iliquidez en una súbita parálisis de las transferencias, y se pelearon unos con otros y todos contra Oreste Tonarelli, Jim Davis y el mismo Stanford. El genio que había derrotado a Philip Green y a Richard Branson como hombre del año, apenas tres meses atrás, cesó de vender sonrisas muy caras para pasar de una suite con cama de agua en la Costa Azul a una celda con cama de concreto en una prisión de Texas. Si la demanda por fraude masivo presentada por la Securities Exchange Commission no tuvo la réplica de un crédito pedido al Gobierno norteamericano, fue, de seguro, porque al gigante herido le sangraba la llaga de sus estados financieros y se le desprendían las bisagras a la estructura piramidal de su organización. El único objeto de valor que conserva Stanford, después de haber perdido él también US$650 millones de su bolsillo, es la medalla de oro que le impuso el príncipe Eduardo, duque de Wessex, como Caballero de la Muy Distinguida Orden de la Nación, en Antigua, el día de Todos los Santos del año de gracia de 2006. Algo parecido a lo de Ingrid con la Legión de Honor, luego de las captaciones simbólicas que se le frustraron en sus dos patrias. *Columnista y profesor universitario carvibus@yahoo.es
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