Columna


La ciudad de las negritas II

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

08 de julio de 2010 12:00 AM

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

08 de julio de 2010 12:00 AM

El informe reciente “Cartageneras, cifras y reflexiones”, realizado por la alianza Cartageneras, expone sin pasiones, pero con firmeza, un acercamiento a la percepción de exclusión que tenemos quienes habitamos la ciudad. Según, las razones están relacionadas con discriminación por edad en el 62% de las veces, por razones de raza en un 59%, y el 47% por razones relacionadas con el género. A 200 años del grito de Independencia y con mucho que celebrar, estamos obligados a seguir caminando hacia la construcción de una verdadera independencia de todos y todas, que se verifique en las formas como circulamos por la ciudad y por la manera como nos relacionamos. Mientras un solo sector de la población se siga sintiendo excluido, la exclusión en la ciudad es indiscutible. El señor feudal percibe la libertad porque la tiene, pero niega las cadenas de su siervo, creyendo que la felicidad de este está en la posibilidad de resignarse a su destino. Sin embargo, no es la dicha del feudo la que muestra los desequilibrios, son las condiciones difíciles del siervo las que marcan el camino hacia la construcción necesaria de una sociedad más equitativa y justa. Unas negras vestidas de criadas de la época colonial se apostan frente a la puerta de la Catedral. Lucen encantadoras con su ropa colorida, desafiando la negrura de su piel. Reciben sonrientes a los invitados. Los hombres llegan con impecables guayaberas almidonadas y las mujeres con tacones finos y lentejuelas. Es una boda. Adentro ya están los novios, el matrimonio acaba de comenzar. Estas mujeres negras vestidas de criadas no son invitadas, solo están allí como elementos decorativos. Se acaba la ceremonia y se quitan su disfraz, vuelven a sus barrios que luchan por conquistar la ciénaga y el agua de la ciénaga, aprovechando cada lluvia para reclamar lo que ya era suyo. Cartagena por un lado celebra la Independencia y las libertades, pero por otro sigue recreando aquellos tiempos en los que aún no se levantaba el pueblo, aquellos tiempos en que la servidumbre servía sin otro destino posible y sonreía con dentaduras blancas agradeciendo la mano indulgente de algún amo que obsequiaba un beneficio. Las mujeres pobres, negras, y viejas, ocupan quizá la parte más baja de una jerarquía que guarda la lógica de una cadena alimenticia, en la que el más poderoso es el depredador. Las mujeres indígenas son casi invisibles, y ni siquiera el monumento de la India Catalina recuerda el sentido de su existencia en estas tierras. Algunos prefieren el silencio, porque presienten que hablar de la exclusión es darle motivo a los excluidos para que crezca su resentimiento. No queremos una ciudad de resentidos, pero hacemos poco por evitar tener una ciudad de excluidos. El marginado resiente su suerte y ve con sus propios ojos las injusticias que se cometen todos los días. Las siente en su mesa, en su plato vacío, y no necesita que nadie se las diga. *Psicóloga claudiaayola@hotmail.com

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