Columna


Las Bacrim

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

01 de septiembre de 2010 12:00 AM

ALFONSO MÚNERA CAVADÍA

01 de septiembre de 2010 12:00 AM

Cualquiera de los miles de lectores que, como yo, los domingos en la mañana leen despacio los periódicos nacionales y locales, habrá notado que las últimas lecturas dominicales están repletas de noticias sobre la violencia urbana. Casi nada ya sobre lo que fue tema central de la pasada década. Las FARC y los otros grupos violentos que se refugian en las selvas han pasado –no sé si transitoriamente- a un segundo plano. Igual ocurre con el televisor. Los adolescentes de las bandas criminales (BACRIM) de las colinas de Medellín han desplazado de los noticieros a los guerrilleros uniformados de las zonas rurales. Ahora, en esas otras selvas de cemento, brota a diario el crimen en sus formas más diversas. No se trata de terroristas que se protegen en la oscuridad para asestar sus golpes y se refugian en los territorios que simbolizan lo inaccesible de la vida primitiva, sino de jovencitos, que todavía conservan en las miradas un cierto aire infantil, que crecen en el corazón mismo de la civilización y son el lado oscuro de ella, un producto no del atraso campesino sino la otra cara de la sofisticación y el progreso modernos. A pesar de que se crían a tres pasos de los museos, de las bibliotecas, de los teatros y de las buenas escuelas, pareciera haber una barrera invisible entre sus predios de altura y el valle, poblado de barrios hermosos, donde recrean su vida las clases media y alta paisa. En realidad, aprisionados en el drama social de familias destrozadas por la violencia, la droga y la ausencia de empleo de las comunas nororientales, están tan alejados de los disfrutes de los bienes culturales como si en vez de vivir la ciudad estuvieran a miles de kilómetros de ella. 300 bandas criminales coexisten enfrentadas en Medellín. Según un estudio reciente 6.000 jóvenes trabajan como sicarios y extorsionistas. Son el resultado de décadas de dominio de los peores criminales de nuestra historia. De los Pablo Escobar, Los don Berna y tantos otros. Nada ni nadie ha podido contra semejante imperio de las mafias. Ni siquiera la celebrada Operación Orión de octubre de 2002, llevada a cabo en la Comuna 13, acabó con la presencia de los grupos criminales. Apenas contuvo su ofensiva por un tiempo muy breve. Y el fenómeno, por supuesto, no se limita a Medellín. Hace años que se volvió nacional y está presente en todas las ciudades grandes. Es muy grave en Cali, casi tanto como en Medellín, y lo es también en Barranquilla y Cartagena. Se extiende por las barriadas populares sin que al parecer nada lo contenga, y ha llegado hasta el punto que una opinión creciente pide a gritos que se juzgue y se meta en la cárcel a los niños de 13 y 14 años. Muchos creen que basta con la represión para apaciguar la violencia urbana, que es suficiente con construir más cárceles y enviar a los niños a que se terminen de corromper en ellas para librarnos del sicariato y del resto de crímenes que asolan las ciudades. Quizás sea mejor recordar lo que decía Daniel Samper Pizano en su columna dominical: “Si Colombia no quiere hundirse en un pantano que nos destroce como nación, debe plantearse en serio la repartición más digna y justa del ingreso.” Pero claro de esto poco hablan los gobiernos y los ricos. Y si lo hacen, son simples palabras que se lleva el viento. *Historiador. Profesor de la Universidad de Cartagena. alfonsomunera55@hotmail.com

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS