Columna


Lecturas fieles

ROBERTO BURGOS CANTOR

31 de julio de 2010 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

31 de julio de 2010 12:00 AM

Trato de saber la génesis del gusto por las novelas policíacas o negras o de intrigas o de espías. Encuentro largas y sudorosas jornadas de lectura a la sombra con los libros populares que podían doblarse o abrirlos sin compasión y no se deshojaban. Una vez leídos, el surtido puesto callejero de revistas, libros, poemarios y cancioneros del señor Marulanda, en el campo hoy invadido de la Matuna, los cambiaba por otros títulos si uno agregaba algunas monedas al canje. El mayor aprendizaje que iba quedando de esas lecturas de entretenimiento era la noción del suspenso, la agudeza de la mirada sobre el mundo y los malvados, la percepción de la sensibilidad ajena. A pesar de la feliz experimentación de Umberto Eco y su investigador culto en la edad media, el género negro parece pertenecer a los años de la narrativa más cercanos al mundo contemporáneo con sus razonamientos lógicos, su precisión científica, su codicia sin escrúpulos, las clases sociales y el surgimiento de ese oficio civil, ni policía ni inspector, que es el detective privado. Se sabe que al lado de las novelas de amores licenciosos, de vaqueros justicieros, las aventuras de los detectives y policías astutos y protectores, constituían un cúmulo de páginas sin destino literario. Se inscribían en un sentimiento de la vida donde lo trágico común y cierto vacío de sueños y esperanza hacía de los años una rutina congelada apenas alterada por la desgracia o el incremento de la infelicidad. Pero el espacio oscuro de estas novelas de crímenes fue capturado por la literatura. Es decir por un designio que rebasaba la peculiaridad de la aventura, la inminencia de revelar un enigma, algo oculto y que de cierta manera había condicionado la mente del lector que aún sigue a la búsqueda de secretos, de tesoros escondidos. A lo mejor ocurrió como en ese momento en el cual tanto y tanto material de novelas de caballería fue sometido por Cervantes a las alquimias de la creación, a las intuiciones del arte, y así la defunción de una saga dió origen a la espléndida libertad de una novela nueva. Poe trazó rutas. Wilkie Collins dejó una obra maestra. Justo al referirse a él Borges recordó un acierto de T. S. Eliot: “ mientras perdure la novela, deberán explorarse de tiempo en tiempo las posibilidades del melodrama”. Asunto cercano a interesantes ensayos latinoamericanos. A pesar de los maestros y las muestras estupendas de Faulkner (Santuario, de la cual Malraux aseveró que era una mezcla perfecta de tragedia griega y novela negra); El gran arte de Fonseca; muchas de Simenon, una de Conrad, otra de G. Greene, la de Robbe-Grillet, a pesar de ellos y sus excelentes riesgos, algunos preferimos los textos imperfectos, aquellos que están en la frontera entre la aspiración literaria y el torrente inmanejable de una vida torrencial que deja a flote, sin vergüenzas, una perversión mal contenida e inclasificable. En tal límite tendrán un lugar Chandler y su equilibrio al borde del abismo; las desmesuras del incansable Le Carré; la sin igual Patricia Highsmith y su esclarecedor ensayo, Suspense; el inolvidable Dashiell Hammett; y por supuesto el autor de 1280 almas y el imprescindible Ross MacDonald. Éste último enseña a mirar. Como un buen bolero enseña a recordar. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com

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