Es posible que uno pertenezca tanto al territorio de sus recuerdos como al incesante encuentro con el presente y sus retos. Más allá de lo que cada quién c onserva, dulcificado por los años o con las censuras de la vergüenza, hay fragmentos de la vida compartida que reposan en la memoria amorosa de los otros. Ese tejido de circunstancias y momentos al rescatarlos del silencio de la vida transcurrida hacen visible una sustancia que funda el placer de reconocerse en la compañía protectora y fecunda de los otros. Así al leer el conmovedor texto que publicó Ana Elvira Román en la pasada edición dominical de este diario sentí la presencia poderosa de lo humano, el lugar que tienen los actos, por nimios que parezcan, en la armazón de un destino. Y más que todo sentí su amor como fundamento de la vocación a la cual se entregó y cuyo ministerio ejerció con delicadeza suma. Nunca requiero de esfuerzo para estar otra vez en el jardín de la infancia. Para mí no es una calistenia de la memoria sino una necesidad de afianzar pertenencias, renovar vínculos con los solares, volver a ver de dónde partí para mantener lealtades y saber que aún tengo un refugio. Los años del Jardín Infantil Montessori permanecen intactos. A lo mejor enriquecidos por la comprensión que aporta a lo vivido el número de los días y la certeza de que ya nada puede expropiar los recuerdos. En ese entonces, desde mi asombrado y ansioso asomarme al mundo, Ana Elvira Román era la imagen de la energía y la elegancia. Para una escolaridad entregada a las órdenes religiosas con su persistencia en el sufrimiento como vía de la perfección moral, ésta mujer liberal, que practicó la política en un tiempo que estuvo capturada por los varones, representó una revolución. El Jardín tenía su sede en el Pie de la Popa. En una de las villas amplias, altas, de escalas y terrazas, con ventanería francesa, de la calle Real, escoltada por bongas que en alguna época del año cubrían de pelusa blanca el pavimento. Tenía un patio más grande que un patio. Se perdía en la penumbra de los árboles de tamarindo, mango, mamón. En el recuerdo veo a los niños con pantalón corto de caqui y camisa blanca. Era mixto y las niñas usaban un azul leve de rayas blancas. Era tan libre y tierno el Jardín que uno podía terminar de tomarse el tetero en el bus. Por ello los muchachos de otros colegios gritaban en coro al encontrarse con el bus del Jardín, ¡el bus de los teteros! Ya sabrían cuánto se depende de la teta. Tengo presente el día que la Directora presentó con orgullo legítimo la adquisición del escenario de los títeres. Fue una fiesta que se agregó a los columpios y subibajas con que jugábamos. Qué bella manera de darle voz a los fantasmas de nuestros sueños y de las vigilias en oscuridad. No sé cómo hizo Ana Elvira para desenterrar mi disfraz favorito: el de pirata. Si sé que era el único colegio que hacía un concurso de disfraces. Esto para los cartageneros y las artes plásticas es fundamental. Ana Elvira, debo darle las gracias por ser mi maestra y cuidar mi niñez a pesar de que hoy no he pagado la matrícula. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com
NOTICIAS RECOMENDADAS
Comentarios ()