Columna


Los temores de Delfina

PADRE RAFAEL CASTILLO TORRES

31 de enero de 2010 12:00 AM

PADRE RAFAEL CASTILLO TORRES

31 de enero de 2010 12:00 AM

La vulnerabilidad estructural de Haití, como el mal físico que experimentó, son una gran oportunidad para globalizar la solidaridad, no dando una pequeña parte, sino reconociendo que las riquezas serán siempre instrumento de salvación cuando van dejando de ser riquezas. Inocencio III hacía inscribir en sus monedas: “ut detur”, está hecha para ser dada. ¿Qué nivel de vida se puede permitir un cristiano? Opinaré sin desconocer la apreciación de Delfina, señora que nos atiende en la casa cural, quien no dudó en afirmar sobre mi columna próxima: “eso lo van a leer unos para otros, pero ninguno para sí mismo.” Espero que no se cumplan los temores de Delfina. Lo primero es asimilar que el nivel de vida de un cristiano es la pobreza decorosa. Distingo entre la pobreza que es purgatorio y la miseria que es infierno. En la pobreza emparentada con la “paupertas” de Horacio, se dispondría de lo necesario para vivir con decoro. Es una especie de purgatorio que nos permite comprender nuestras limitaciones y nos abre al amor y atención a los demás. La miseria, emparentada con la “egestas” de Horacio, es, por el contrario, un infierno de desesperación por el mañana y del que es urgente liberar a hombres y mujeres. Lo segundo es reconocer los bienes sin los cuales sería imposible subsistir: comida, techo y ropa. Sobre estos bienes tenemos un derecho absoluto y no podemos privarnos de ellos. Pero la vida, para ser humana, tiene también otras necesidades, como el ir a la Boquilla en familia un domingo o disfrutar el Hay Festival. Estas necesidades varían según la civilización de cada uno. Un ciego, en el Centro Histórico, necesitará un lazarillo; Cristian Del Real, un buen piano; y el Dr. Munera, sus libros de historia del Caribe, etc. Estos son los que siempre hemos llamado bienes necesarios para la condición. Son legítimos, pero no tenemos derecho absoluto sobre ellos. Debemos estar dispuestos a moderar su posesión de acuerdo con el espíritu cristiano de austeridad. En tiempos de penuria y de escasez todos debemos reducir nuestro nivel de vida, confiando más en la Providencia Divina que en Chávez. Por último están los bienes superfluos, innecesarios para la vida ni para la condición. Sobre ellos no tenemos el menor derecho. Todo lo superfluo es para Haití. El cristiano debe aspirar a tener todos los bienes necesarios y algunos, pero no todos, de los bienes necesarios para la condición. Nada más. Renuncia de antemano a todos los bienes superfluos e incluso a algunos necesarios para la condición, porque se niega a sí mismo el derecho a ser rico mientras haya tantos pobres, y tan pobres. La comida es necesaria, pero no cualquier comida. No es necesario el caviar. Comerlo en una celebración especial puede ser “necesario para la condición”. Comerlo todos los días lo hace un bien “superfluo”. Tener un carro no es necesario para la vida, aunque quizá si “para la condición”. Pero no cualquier carro. Por lo que se refiere tanto a los bienes necesarios para la vida, como a los bienes “superfluos”, el discernimiento es relativamente fácil: debemos aspirar a poseer los primeros y no tenemos ningún derecho sobre los segundos. *Sacerdote y sociólogo, director del Programa de Desarrollo y Paz de los Montes de María. ramaca41@hotmail.com

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