Columna


Macholombia

VANESSA ROSALES ALTAMAR

29 de agosto de 2009 12:00 AM

VANESSA ROSALES ALTAMAR

29 de agosto de 2009 12:00 AM

La palabra machismo es común y repetitiva. Sus acepciones suelen ser versátiles. Y como sucede con muchas otras palabras, su significado suele variar según la medida de su contexto. Pero en general, el concepto de machismo tiene fáciles asociaciones con la cultura de nuestra Costa Atlántica. Podemos rastrear aquellas típicas conversaciones, sostenidas con extranjeros o nuestros propios pares, donde reconocemos, a grandes trazos, ese particular rasgo de nuestra idiosincrasia. También refrescar el mito del macho latino, tan común cuando hacemos parangones con otras perspectivas foráneas. Machismo es una de esas cosas que nos envuelve con la sutileza con que nos abrasan los rasgos entrañables de nuestra realidad inmediata y continua. El Diccionario de la Real Lengua Española lo define del siguiente modo: Actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres. Siguiendo el ánimo etimológico, el mismo diccionario ilustra el significado de la palabra soberbia, incluyendo unos términos precisos como “acciones descompuestas”, “injurias”, “menosprecio”, “altivez” y “envanecimiento.” Sucede con frecuencia que el significado de la palabra se asocia también con una relación de desigualdad entre los sexos. Es decir, los hombres como poseedores de ciertas facultades y posibilidades que no atañen a las mujeres. Nada nuevo bajo el sol. Una palabra deslavada, un patrón lo suficientemente incrustado en las relaciones y el orden social como para no nombrarlo, ni ir contra la corriente. Habrá algunos que salten de inmediato a profesar que el machismo proviene en muchas ocasiones de las mismas mujeres. Entonces se dice que las madres incuban esta noción en sus hijos varones cuando no les inculcan labores domésticas, o cuando las mujeres mismas aceptan con indulgencia que sea el hombre el que asuma todas las expensas financieras. En cierto sentido es cierto, son estas versiones de lo que significa la palabra, de su fibra cultural. También es machismo cuando existen vetas de condescendencia. Cuando se incluye a las mujeres viéndolas como criaturas cuya fragilidad merece una inclusión en esferas otrora vetadas para ellas. Rechazo con ahínco cualquier ismo. Y soy una defensora empedernida de la diferencia entre los sexos. Es la encantadora magia de los opuestos que se complementan. Creo en la belleza y en la femineidad, creo en lo fuerte y en lo hombruno; defiendo los rasgos que en su diferenciación nos hacen criaturas perfectas, destinadas a unirse. Pero rechazo con ardor ese machismo que traza los contornos más tristes para la vida de una mujer. Someterse a los patrones estéticos y homogenizadores de una tribu de hombres endebles y descartables que no reconocen la sinuosidad intrínseca de una mujer verdadera. Las mujeres que permiten que su valía sea medida según esa soberbia. Rechazo con fervor esa manía de la mujer que sacrifica y entrega su dignidad a costa del confort material. Que soporta bajezas y mezquindades: infidelidad, deslealtad, ausencia absoluta de respeto, todo para tener el banal garante de una casa surtida, de un automóvil propicio para el juego de sociedad. Este es el machismo más corriente y más lamentable. Rechazo las mujeres que optan por ser premios y no esposas. Y sobre todo, rechazo la falta de valor de un hombre para tener a su lado a una compañera, no a una bolsa de silicona, de vacuas resignaciones y de dignidad maltrecha. *Historiadora, periodista y escritora rosalesaltamar@gmail.com

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