Hubo una época en la que los tiburones llegaron a nuestras playas buscando carne humana para saciarse. Algunos bañistas murieron desmembrados a pesar de ser arrancados a mano limpia y empeño valiente de la boca de su asesino. Otros corrieron mejor suerte. Aquellas cosas que sucedían en nuestro mar, unas fascinantes y otras dolorosas, hoy son muy diferentes. Las playas de Castillogrande estaban desiertas y eran angostas. No necesitábamos más. Teníamos La Cabaña, con sus espacios anchos para mostrar nuestros cuerpos, tomar el sol y sorprendernos con las blancuras extremas de los escasos turistas internacionales que nos visitaban. La Cabaña era para levantar cachacas ante la soberbia de las cartageneras, que perdíamos nuestros novios durante la época de vacaciones. Lavábamos con yodo de mar la autoestima baja que nos producía ver a nuestros machos, que no eran nuestros, irse detrás de una damita desconocida y pulida, que lo daba todo con tal de pasar sus mejores vacaciones. Castillogrande, en cambio, era para untar la piel con aceite de coco hecho en casa y ralladura de zanahoria, para sorprender después con el tono más sensual de torsos, brazos y piernas. Caminar descalzas era normal. No nos quemábamos ni se nos ampollaban los pies, pero ¡teníamos cuidado sumo con las caracuchas, caracuchitas y caracuchonas afiladas que había por todas partes! Había piedrecitas de miles de colores, caracoles, caracolitos, conchas y conchotas blancas, negras, tornasoladas, cafecitas y hasta azules y moradas. El mar de leva no era asesino, quizá porque el humano aún no había desarrollado esa necesidad de controlarlo todo, predecirlo todo, apoderarse de todo, dañarlo todo…; Recuerdo también el placer sin igual de ir al aeropuerto. ¡Quedaba lejos! ¡Ese era un programa! El mar a la izquierda a la ida, y el carro sobre la playa virgen. Hoy las playas no son tan nuestras, se nos creció el enano. Ahora las autoridades competentes están en el compromiso de decidir bien sobre su acondicionamiento y protección. ¡Necesitan estar organizadas! Ya no son aquellas donde los tiburones podían llegar a comer gente, como a palomas desprevenidas. Ahora son más visitadas y más agredidas por todo tipo de depredadores, unos tratando de descansar y los otros impidiéndolo, por necesidad. ¡La rebatiña del espacio! Debemos entrar en el orden que nos proponen, eso sí, sin dejarnos invadir los barrios residenciales con negocios “macroambiciosos” y desconsiderados, sin dejar sin trabajo a aquél que siempre vivió de la playa. Debemos entrar en el orden natural y cadencioso de unos metros libres desde el mar hasta las carpas, de un número de carpas razonable, de un lugar maravilloso y respetable donde el que quiera consumir alguna delicia caribeña o simplemente calmar su sed, pueda acercarse a solicitarla sin ser asediado por vendedores, masajistas, hacedoras de trenzas y ese largo etcétera del que tanto se quejan nuestros visitantes. Debemos entrar en el orden de la coexistencia entre ascetas y mundanos, de turistas y locales, de silenciosos y charlatanes. Las playas de hoy lo necesitan, aunque ya no haya caracolas, conchas, ni caracuchas. *Administradora de Empresas Especialista en Gerencia Financiera VGiaimo@mundialseguros.com.co *Rotaremos este espacio entre distintos columnistas para dar cabida a una mayor variedad de opiniones.
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