Columna


Otros tiempos

ROBERTO BURGOS CANTOR

05 de junio de 2010 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

05 de junio de 2010 12:00 AM

En algunas sociedades y durante un buen tiempo los intelectuales demarcaron un espacio de intervención que les permitió ser reconocidos como la conciencia de esas comunidades. Se trataba de una participación pública que estaba en un lugar distinto a la aceptación o debate de las respectivas obras: las novelas, los poemas, las películas, los ensayos. Aunque era indudable que cierta legitimidad surgía del arte al cual cada quién se entregaba. Parecía entonces que ese prolongado misterio que palpita en los textos no fuera en modo alguno un talismán suficiente para sortear los hechizos de la realidad. Aunque algo que tenía vínculos con la libertad como naturaleza insustituible del arte hacía que los regímenes totalitarios sospecharan de los intelectuales y establecieran con lamentable torpeza normas sobre las prácticas artísticas, cuando no la censura y la exclusión. Hoy, acorde o no con su credo político o su sentimiento de humanidad, los intelectuales realizan pequeños favores, mandados, diligencias que quedan por lo general en el ámbito del sigilo. Hasta que alguien las destapa. Una especie de diplomacia sin más representatividad que el riesgo y acaso el prestigio del mensajero. Antes se abría lugar una voz, un texto dirigido, con destinatario, donde el intelectual, el artista, se pronunciaba sobre los asaltos a veces subrepticios de la cotidianidad pública. Una invasión. Una masacre. Un juzgamiento. La tala de un árbol. Un acto de intolerancia. Una discriminación. Una firma contra las pruebas nucleares. Salven a las ballenas. Al aceptársele como conciencia quizá se manifestaba una forma de debate que estaba por fuera de los mecanismos sociales para oponerse, modificar, exigir, y que enriquecía las contemplaciones y la crítica de los actos de la autoridad con implicación general. Aunque la verdad es que ya casi todas las manifestaciones de la autoridad, aún aquellas que tienen la apariencia de una trabazón entre dos partes individuales, tocan el común. Es recordado Emile Zola y su fiscalía civil, ciudadana. Por estos años esa presencia del intelectual parece extinguida. A lo mejor se le consideró el portador de unos ideales de nobleza que la pragmática actual cree inalcanzables, problemáticos, de insoportable utopía. Es tan notoria dicha ausencia que algunos intelectuales han buscado en lo opuesto a ellos, el poder, un modo de expresión. Bien sea como presidentes, como miembros de los cuerpos de representación popular, como alcaldes. El poder instituido es opuesto al artista porque pone límites a la imaginación, la frustra. Sus vías son regladas y tradicionales y rechazan la aventura. Se afianza en lo repetido, desecha la renovación. El artista por esencia es el trastornador. Se puede conjeturar que a medida que la gente prefiere participar en las definiciones de su destino y se aburre de ser representada, menos se requiere de mártires, oráculos, profetas. El intelectual pasará, o ya pasó, a ser una voz más en un coro en formación con capacidad de modular su querer y sentir sobre lo que considera que le incumbe. *Escritor rburgosc@postofficecowboys.com

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