Es de Perogrullo, pero es verdad incuestionable: cuanto más sepamos de nuestros derechos, mas disposición vamos a tener para cumplir con nuestros deberes. Y más saludable y productiva va a resultar la relación de convivencia con nuestros congéneres, con las instituciones y con la sociedad. O, al revés: cuanto más sepamos de deberes, obligaciones y responsabilidades, mejor va a ser el goce y desempeño de los derechos de cada individuo. Sólo que cuando se trata de trajinar en la práctica esta verdad, todo parece que se trastocara para no dar con el resultado natural, lógico y racional que se persigue y desea obtener. Es entonces cuando se nos aparece el atajo y nos deslumbra con su facilismo y nos emboca por sus senderos torcidos, por sus callejones de omisión de la norma, por las aceras de la violación del derecho y por los precipicios de la infracción de los compromisos, deberes y obligaciones. Y no es que un demonio invisible se encargue de facer entuertos y enredarlo todo para favorecer el atajismo al cual somos tan dados y listos. Nada de eso, ni demonios ni hechizos, hay detrás del canto de la cabuya de la irresponsabilidad que nos caracteriza, signa nuestras conductas y valida como naturales y propios de la condición humana actos contrarios al comportamiento conviviente, racional, civilizado y de la misma condición de humanos que deberíamos observar como especie. Tampoco es que por circunstancia social, económica, racial, religiosa o política, vengamos a creer que somos los ungidos por la divinidad para gozar de los privilegios del derecho, por fuerza o razón, y pasar de largo y sin inmutarnos por las alamedas del deber, balancearnos sobre sus ramas y caer orondos sobre la humanidad horra de derechos de los otros. Cuanto uno observa en sociedades y comunidades como las nuestras, cuya dinámica mayormente es el caos y el desorden, es que la norma es algo difícil o imposible de cumplir y de respetar por parte de los diferentes grupos humanos que las conforman; que sus convenciones y símbolos no significan ni traducen acciones y manifestaciones de acatamiento, respeto y jerarquía, que contribuyan con un orden colectivo que favorezca el mejoramiento de la calidad de vida del conjunto humano. Ahí, en ese triangulo del desorden, la anarquía social y la omisión del deber frente a la institucionalidad y el otro, es donde naufragan los derechos y perecen los sueños de una sociedad organizada, prospera y humanizada y se erige sin límites ni parámetros el reino del caos, el desorden y la fealdad. A todo se va y se llega por el atajo; por el camino del medio y por el sendero que se bifurca para llegar más rápido y sin el menor esfuerzo; desde cualquier punto se parte con la certeza de que siempre habrá un atajo que nos permitirá evadir la norma, la señal, el pare, sin obstáculos. Escrita y leída esta monserga, ¿cree el lector que los colombianos somos de los que siempre andamos saltando, como las cabras, por el atajo? *Poeta elversionista@yahoo.es
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