Columna


Prueba de amor

CARLOS GUSTAVO MÉNDEZ

13 de diciembre de 2009 12:00 AM

CARLOS GUSTAVO MÉNDEZ

13 de diciembre de 2009 12:00 AM

Según El Universal del 11 de diciembre, un hombre de 40 años, residente en una vereda del municipio de San Pablo, sur de Bolívar, intentó castrarse para evitar serle infiel a su esposa. El campesino al parecer es muy religioso y se basó, para tomar tan drástica decisión, en el evangelio de San Mateo, que dice “si tu mano o tu pie te hacen pecar, córtatelo y arrójalo porque más te vale entrar en la vida manco o cojo que ser arrojado al fuego eterno con tus dos manos y tus dos pies”. Las consecuencias de esta insensata “prueba de amor” fueron una hinchazón y una infección en sus testículos por los cuales es atendido en el Hospital Universitario de Santander. El Padre Astete decía en su catecismo que los tres enemigos del hombre eran el mundo, el demonio y la carne, y que esta última se combatía con ayuno y abstinencia, lo cual es más fácil decirlo que hacerlo. La prueba es que en los primeros tiempos del cristianismo muchos creyentes fanáticos se convertían en eunucos con el propósito de vencer la tentación de la carne. La Iglesia se oponía a esta práctica con el argumento de que tenía mucho más mérito el celibato natural que la autocastración para alcanzar el camino de la perfección cristiana. Pero, algunos fanáticos pensaban que la castración era una forma fácil para lograr la contención sexual absoluta. El debate entre las dos maneras de obtener la castidad llegó al punto de que existe la versión de que en una época, se examinaba a los Papas para descartar que fueran eunucos, antes de asumir el cargo. El examen lo practicaban unos cardenales elegidos para este propósito, quienes palpaban al pontífice electo, en un sillón especial con asiento en forma de herradura, muy similar a las antiguas sillas de parto, para corroborar que estuvieran completos. Si el examen físico del candidato era positivo gritaban “Duos testículos habet et bene pendentes”, que en buen cristiano quería decir que no estaba castrado. En Cartagena hubo en el siglo pasado varios casos de varones que, hastiados de los celos de sus esposas, intentaron cortarse, en medio de una borrachera, los testículos, diciéndoles: “Muerto el toro se acabó la corrida, me las voy a cortar para no servir para nada y así se te acabe de una vez por todas tu fregantina”. En casi todos los casos, el asunto no pasó a mayores, aparte de unas heridas pequeñas en las “menudencias”, los alaridos de sus conyugues y la mamadera de gallo consiguiente de los guasones locales. Como de la tragedia a la comedia a veces no hay sino un paso, un portero, de una extinta empresa estatal, quien era famoso por sus chascarrillos, sufría de disfunción eréctil, algo que hace dos décadas, antes de la invención del Viagra, no tenía tratamiento. El médico tratante, como es natural, no lograba mejorarle su problema con las terapias de esas calendas (Yohimbina y otras). Entonces, el extravagante personaje, desesperado, hizo algo que desde entonces pertenece al anecdotario cartagenero. Se quedó viendo fijamente su bragueta y amenazó a su órgano sexual como si fuera una persona, y le dijo: “Hazte el pendejo, si sigues así de flojo, vas a llevar Gillette (o sea cercenarlo), entre otras vainas, no te creas tanto, que ya te tengo reemplazo”, y se tocó dos veces las nalgas. *Directivo universitario. Miembro de la Academia de la Historia de Cartagena. menrodster@gmail.com

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